jueves, 14 de diciembre de 2017

¿Necesitamos una nueva apologética?

Todos los años que van ya de este siglo XXI están marcados por un cierto giro en lo que atañe a la cuestión de la secularización. Si el último tercio del siglo XX estuvo determinado por una ferviente fe en la secularización como un producto necesario del proceso modernizador, los últimos años del siglo vieron nacer una propuesta a la que se sumaron insignes representantes de la propuesta secularizadora. Ahora, se decía, los datos demuestran que la modernidad no está reñida con el auge de la religión. Es más, se ve que algunas de las muchas modernidades van de la mano de una religiosidad en aumento, con grupos religiosos boyantes y con religiones que no solo aumentan el número de fieles, sino que expanden sus dominios; la fuerza de la religión en el ámbito público es cada vez mayor.

Entre los nuevos conversos estuvo Peter L. Berger, que determinó el nuevo lenguaje con su obra Desecularization. Con el mismo fervor con el que defendió la secularización como proceso irresistible de la modernidad, ahora defendía la desecularización como proceso vinculado a la modernidad en el ámbito del pluralismo. Esta era la salvedad, que el auge de la religión va unido a la extensión de un pluralismo que, éste sí, sería la clave para entender la modernidad. El pluralismo ayuda, en cierta medida, al crecimiento de la religión, pero, también en cierta medida, pone en cuestión las tradiciones particulares. Es decir, el pluralismo es lo que hay que pensar. Por eso, en su última obra, Los numerosos altares de la modernidad, vuelve a dar un giro a su planteamiento, aunque solo de 90º. Acepta un cierto auge de las religiones, pero estas quedan embargadas por el pluralismo de iure, no solo de facto, que se extiende en la sociedad. Esta situación es la que hay que seguir pensando, si queremos plantearnos correctamente nuestro ser cristiano en un mundo donde el pluralismo es la marca distintiva. Un pluralismo que rebaja las ambiciones de las religiones y que pone en su sitio a sus pretendidos dirigentes. Como dijera Hume hace más casi tres siglos, no hay verdad más cierta que la necesidad de la religión para el ser humano, pero no hay mayor prudencia que alejar el poder de manos de los sacerdotes, de todos los sacerdotes.

Pues bien, clarificar la fe y dar razón de la esperanza sigue siendo un mandato de la fe, pero mi perspectiva particular parte del hecho de que el proceso secularizador es un bien para la fe cristiana, es más, la modernidad y la aneja secularización, son hijas legítimas del cristianismo, como bien lo expuso en su extensa obra Hans Blumenberg, pues el cristianismo es, en su núcleo, un proyecto anticlerical, contra los clérigos que se apropian de la medición entre Dios y los hombres mediante templos, ritos, mitos y dogmas. En Cristo, sacerdote único y eterno en la línea de Melquisedec, no hay otro sacerdocio que el servicio y la entrega hasta la cruz. El servicio, la diakonía, es el verdadero y único sacerdocio. La Iglesia, en tanto comunidad de los que viven en Cristo por la presencia del Espíritu Santo, es sacerdotal, toda la Iglesia. En ella, hay quienes sirven la mesa, quienes sirven la palabra, quienes sirven a los pobres, quienes sirven… todos son servidores del único amor que se entrega hasta el extremo. En Cristo, todos somos sacerdotes y sacerdotisas de la religión del amor y el servicio.


Por esto, la modernidad, y su proceso secularizador, vino a poner las cosas en su sitio. A la Iglesia le costó tiempo darse cuenta de que la kénosis a la que le obligaba la modernidad era su verdadero ser: no poseer reinos, no poseer riquezas, no ser dueña de privilegios; servir a todos desde el último lugar. El proceso de secularización es necesario para cualquier religión, porque la historia, nos diría el de Edimburgo, nos enseña que cuando la religión, cualquiera, se halla en situación de poder o privilegios, oprime al hombre. Véase el Islam en ciertos países, véase el cristianismo en ciertas épocas, véase cualquier religión cuando gobierna.

Las preguntas que yo me haría son estas: ¿Dar razón de nuestra esperanza tiene algo que ver con obtener posiciones de poder o tiene que ver con una propuesta radical de amor y justicia? ¿Plantear los principios de la fe es sostener una verdad incólume o proponer el diálogo como ser íntimo de lo humano donde Dios se evidencia en el mismo proceso dialógico? ¿La actitud apologética es defender la fe en tanto contenido, o defender el contenido originario de la fe, es decir, el amor como servicio y entrega radical en la cruz de Cristo, que opone a la lógica de este mundo una lógica de la cruz, un logos stauros?

Estas preguntas son puntos de partida para una discusión con lo que se ha presentado como nueva apologética, siendo Olegario González de Cardedal uno de sus iniciadores en España. Creo que mi propia posición es opuesta a esta tercera apologética, la determinada en gran medida por la radical ortodoxy. Hubo una primera apologética que fue un fracaso para el cristianismo, pues al intentar rebatir los ataques al cristianismo entró en su propio terreno y asumió, como dijera Ricoeur, el lenguaje y el ser del discurso gnóstico. La Iglesia, nos dice Ricoeur, se hizo casi gnóstica. En la apologética primera, el cristianismo tomó el camino de la ósmosis con el Imperio romano. En la segunda apologética la Iglesia fortalece las posiciones relativas al dogma, se construye a la contra: contra los luteranos crea un septenario sacramental que constriñe la experiencia originaria de la realidad sacramental universal, contra la secularización moderna, la Iglesia crea una armadura dogmática que la reduce a un actor en disputa por el poder; contra el liberalismo, la Iglesia se hace más autoritaria y retrógrada. La tercera apologética está en camino de convertir la fe cristiana en un producto más en el supermercado del consumo del Imperio Global Posmoderno. Paradójicamente, esta nueva apologética, al entrar en el debate como uno más acepta el pluralismo de base de la modernidad del que habla Berger, pero lo hace para incidir en la bondad y superioridad del cristianismo en un mundo determinado por las relaciones de producción y consumo en las que todo producto debe ser vendido y comprado. Parece olvidar que solo el que tiene el número de la Bestia puede comprar y vender, es decir, que entrar en el proceso de debate sobre la superioridad de la fe es hacer el juego al Imperio, justo lo contrario que querría la ortodoxia radical, pero justo lo que consigue. La verdadera y única apologética cristiana hoy es vivir el servicio y la entrega absolutas hasta la cruz, con un programa radical que suponga una transformación del mundo, como nos ha indicado el Papa Francisco en Laudato Si’.

El Papa Francisco, con sus dos revolucionarios textos, Evangelii Gaudium y Laudato Si', ha mostrado un camino para una defensa de la fe que es, siempre, defensa del amor, la justicia, el bien común y la persona humana. Ninguna apología de la fe puede olvidar que no hay nada verdaderamente cristiano que no sea verdaderamente humano, pues la encarnación supone la plena inserción de lo humano ampliado: materia, naturaleza y sociedad, en lo divino.  Elaborar una nueva apologética es tener presente siempre que el tiempo es superior al espacio, que la realidad es más importante que la idea, que la unidad prevalece sobre el conflicto y que el todo es superior a la parte y a la suma de las partesEl verdadero peligro no es la secularización, ni el pluralismo, ni el ateísmo militante. Como indica Francisco, el mal más profundo del momento actual es el relativismo práctico y la lógica del mercado, que la lógica de usar y tirar también a las personas, la lógica que mercantiliza a los seres humanos, la lógica que deja a las fuerzas invisibles del mercado que regulen la economía y dejan fuera del ámbito de la dignidad humana a los descartados de la sociedad. 

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