Para Miguel Ángel de Rus, editor de mi Descodificando a Jesús de Nazaret, por sus desvelos por los autores, sa finess d'esprit y su bonhomía.
Son muchos los que opinan que el cristianismo es una religión, es más, creen que es la religión por excelencia. Además, opinan que es una religión de la resignación, que propugna el sometimiento a las normas sociales (eso sí, siempre y cuando no toquen el cepillo de las iglesias), y extiende una imagen infantil del hombre, sometido a los dictados de un Dios que solo busca ser servido ciegamente. Esta imagen del cristianismo, muy extendida, la hemos propiciado los mismos cristianos a lo largo de muchos siglos de traición a lo que fue el origen de esta experiencia vital que es el seguimiento de un crucificado por el Imperio romano en los albores de la era en la que aún estamos. Por eso no podemos denigrar a quienes nos critican, pues lo hacen con razón, pero sí podemos intentar extender, mediante el ejemplo y la explicación, la imagen verdadera de nuestra experiencia de fe.
Yo me apoyo en muchos teólogos, filósofos, sociólogos, historiadores y demás pensadores, que nos muestran una realidad muy distinta a la que se ha hecho común entre nosotros. Uno de estos es el Arnold Angenendt. En un libro de preciso título: Tolerancia y violencia: el cristianismo entre la Biblia y la espada, nos dice que el cristianismo inspiró un ethos antifamiliar que desde el punto de vista sociológico llevó a la disolución de las células religiosas originarias y a la construcción de un armazón social y religioso completamente distinto al que reinaba en el Imperio romano. Con la victoria del cristianismo la familia como unidad cultural entró en decadencia, y con ella la religión y la política tal como se entendían, de ahí que la quiebra del Imperio fuera cuestión de tiempo*. El cristianismo es un demoledor del orden existente, de cualquier orden, y lo hace resocializando a los individuos en un medio antisocial, según las normas existentes. Por eso, y abundando en lo que dice Angenendt, el cristianismo es lo opuesto a un orden social normal; es, en realidad, un desorden. Si lo tomamos en serio, los límites sociales, étnicos, culturales, políticos y hasta morales, se difuminan.
El cristiano, liberado por la acción rebelde de Jesús de Nazaret, ya no sigue ninguna ley humana que restrinja su libertad como hijo de Dios y por tanto hermano de todos los hombres y mujeres de la tierra. Mediante la pertenencia a la Nueva Familia que no se une por vínculos de sangre ni sociales, sino por la elección libre del seguimiento de un autoexcluido del orden social, el cristiano es habitante de un mundo creado para él en tanto hermano de todos. No tiene ninguna lealtad, no reconoce ningún señor, ni admite ninguna norma ética, ni consiente reverencias, ni llama a nadie jefe, ni permite la injusticia, ni consiente la adulación. El cristiano, redimido por Jesús, el Ungido para liberar a los cautivos del orden social existente, vive una realidad alternativa: el Reino de Dios, que no solo no es como los de este mundo, sino que es su imagen especular deformada. Si los reinos de este mundo mantienen el orden jerárquico donde algunos disfrutan de las ventajas que reporta la explotación y la injusticia, el Reino de Dios es el orden de la justicia social, igualdad fraterna, libertad moral; si los reinos de este mundo se estructuran mediante el poder, la violencia y la guerra, el Reino de Dios lo hace por el servicio, el respeto absoluto a los diferentes y la comunión total de los bienes de la Tierra.
Este comunionismo material, moral y social se vive en un orden social alternativo llamado Iglesia, es decir, reunión de los convocados por el Ungido para la libertad de todos los hombres. En otras palabras, la Iglesia es la continuación temporal del cuerpo real de Cristo muerto y resucitado en medio de la historia de prevaricación y violencia de los poderosos contra los oprimidos y excluidos del orden social. Como continuación temporal, la Iglesia mantiene la esperanza de la justicia en medio del mundo; como continuación del cuerpo real de Cristo, vive en sí misma la violencia que ejerce cualquier orden contra toda alternativa, manifestándolo en el servicio de unos a otros y en el amor extremo por todos, hasta el punto de entregarse al martirio para que la historia de la entrega pueda continuar. Esa es la Iglesia, la que nace de la voluntad de Dios, la que fue vivida por las primeras comunidades, la que ha reverdecido en cada momento histórico crucial, la que se sigue experimentando en los compromisos con los excluidos. Esa Iglesia es la que transparente aquel Reino que queremos construir y donde cabemos todos, porque para pertenecer a él no es necesario creer ninguna dogmática. Es justo lo opuesto que defiende la nueva teoría de la secularización: frente al believe without belonging, que muchos ciudadanos manifiestasn, el belong without believing, necesario para crear un mundo humano. En esta tarea, en la búsqueda de lo que nos hace humanos, lo que nos salva en términos cristianos, todos estamos concernidos. Ahí todos somos hermanos e iguales.
*Arnold Angenendt, Toleranz und gewalt: das christentum zwischen Bibel und schwert, Aschendorff, Munich 2007, 193.
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