El prolífico y profundo pensador italiano, Giorgio Agamben, recoge en varios de sus libros una figura del derecho romano primitivo, el homo sacer, y lo convierte en metáfora de la sociedad globalizada postmoderna en que vivimos. En el derecho romano, el homo sacer era aquel que podía ser asesinado sin posibilidad de inculpar al asesino, precisamente porque había sido separado de lo que se entiende por humanidad. Se le podía matar precisamente por haber sido declarado no sacrificable. Según Agamben esta es la situación de los millones de seres humanos que en las sociedades opulentas han sido declarados no ciudadanos, al negárseles la posesión de una documentación que les permita integrarse con el resto de los seres humanos. El homo sacer, es todo aquel que no puede hacer valer una posición jurídica y moral ante los demás. Pueden ser los extranjeros, pero también los detenidos en guerras no-existentes, como en Irak, Afganistán o Pakistán; también pueden serlo aquellos que la ley ha excluido de los derechos civiles mediante legislaciones antiterroristas a los que durante un periodo de cinco días se les niega su ser miembros de una comunidad humana. Con el devenir de la sociedad globalizada estamos asistiendo a la ampliación del concepto y ya no se trata de individuos concretos sino de formas de actuar o de pensar las que te pueden identificar como un homo sacer. De este modo puede llegar a serlo desde un actor que se manifiesta con libertad, hasta un juez que se atreve a juzgar a los detentadores del poder; desde un docente que corrompe las mentes de los jóvenes, hasta un periodista que saca a la luz la corrupción del poder. Hasta ahora, estos casos de ampliación del caso típico de homo sacer, no conllevan la muerte física del sujeto, pero será cuestión de tiempo, en esa comunidad que viene (Agamben), que existan los mecanismos para poder hacerlos desaparecer sin que eso implique algún tipo de castigo, antes bien será signo de patriotismo acabar con tan indeseable ralea.
La figura del homo sacer, del insacrificable pero matable, está detrás del sacerdocio levítico que plantea el Antiguo Testamento. El sacerdocio implicaba separación tanto para la santificación del pueblo como para la expiación del pecado del pueblo, de ahí que la ira divina pudiera tomarlo como chivo expiatorio. Esto es lo que está detrás de las palabras de la carta a los Hebreos que saca a Jesús de esa línea del sacerdocio y lo coloca en la de Melquisedec. El sacerdocio de Jesús es muy distinto del que la tradición ha marcado. Dios no quiere la repetición constante de sacrificios con el fin de mantener un orden natural y social absolutamente dependiente de la violencia. Con Jesús acaban los sacrificios y acaba la necesidad de seguir matando para expiar el pecado. En la muerte de Jesús ha muerto la necesidad de la muerte para relacionarse con Dios y para vivir una sociedad protegida de la violencia. Jesús asume su muerte como destrucción de la violencia y como reconciliación entre los hombres.
El sacerdocio cristiano tiene un valor precisamente en estos términos. La figura del sacerdote nos recuerda constantemente en nuestras comunidades que la violencia ha sido excluida de las relaciones entre Dios y los hombres; que Dios no necesita de nuestro sufrimiento para perdonarnos; que los sacrificios de todo tipo han perdido cualquier valor redentor; que el mal es fruto de nuestras acciones; que el pecado reside en la ruptura del orden del amor; que la justificación está dada de una vez para siempre y el hombre es libre para amar. La figura del sacerdote debería cumplir esta función si el sacerdocio está en la línea de Jesús, pero he aquí que el sacerdocio que Jesús nos dejó es un sacerdocio comunitario. Es toda la comunidad eclesial la que es sacerdotal y por ello es signo del amor redentor sin límites de Dios en el mundo. Lo es o lo debería ser.
1 comentario:
El sacerdocio de Jesús es de otro orden, distinto de lo que se suele entender por sacerdocio en las religiones. Hay que subrayar el rechazo de Jesús a investirse de ningún poder religioso, pues su misión es servir. Y cuando apela al poder que ha recibido del Padre "en el cielo y en la tierra" y que transmite a sus discípulos, se trata de la autoridad suprema de reconciliar a Dios y a los hombres. Un ministerio de reconciliación que nos hace a todos ciudadanos de la única patria que vale la pena y a todos, insisto en lo de todos, peregrinos de estas patrias que no valen ninguna pena, aunque den mucha pena y produzcan muchas penas.
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