jueves, 11 de marzo de 2010

Viejas preguntas, nuevas respuestas.

El viejo Epicuro lanzó la máxima diatriba contra el pensamiento simple, del que él mismo formaba parte, que reducía el ser de Dios a los atributos que los hombres, más por precariedad del pensamiento que por otra cosa, atribuimos a Dios, a saber: omnipotencia, omnisciencia y benevolencia. Su famosa aporía, que quiere decir falta de poro por donde ver la salida de un problema, no es otra cosa que la evidencia de la radical impotencia del pensamiento humano para alcanzar a comprender la realidad en sí misma. Las viejas preguntas de Epicuro, como las llama Lactancio, están recogidas en una de las obras de éste dedicadas al pensamiento sobre los dioses: De ira dei, Sobre la ira de Dios, y ponen el
acento en los dos atributos clásicos que endosamos en la divinidad, como si fuesen estos atributos su propio ser. En latín suena así:

«Deus aut vult tollere mala et non potest, aut potest et non vult, aut neque vult neque potest, aut et vult et potest. Si vult et non potest, inbecillus est, quod in deum non cadit; si potest et non vult, invidius, quod aeque alienum est a deo; si neque vult neque potest, et invidius et inbecillus est ideoque nec deus; si et vult et potest, quod solum deo convenit, unde ergo sunt mala aut cur illa non tollit?».

Las posibilidades están muy limitadas y Epicuro saca las consecuencias: o bien Dios quiere evitar el mal y no puede, o bien puede y no quiere. Si lo primero no es todopoderoso, si lo segundo no quiere el bien. Si ni puede ni quiere, entonces no es Dios; pero si puede y quiere, entonces hay que explicar de dónde viene el mal o porqué Dios no lo evita.
El argumento es imposible de rebatir si jugamos en su campo. Este, como todos los nudos gordianos, es imposible de desatar, hay que cortarlo. Por eso, mi respuesta es negar la mayor: Dios no es eso que decimos que es. Si Dios fuera eso que decimos que es, entonces nuestro pensamiento sobre Dios atraparía a Dios mismo, lo cual es una contradicción. Cuando hacemos definiciones, creamos cárceles, tanto para la realidad como para el pensamiento. El viejo Epicuro tenía razón, dentro de su razón, por eso hay que salir fuera para resolver el problema.

Dios no es eso, pero en concreto no es omnipotente, o bien lo es en un sentido radicalmente diferente al que nosotros creemos: Dios es omnipotente hasta el punto de negar su omnipotencia. Dios, en su omnipotencia, se ha negado a sí mismo ser omnipotente, con el fin de que pueda existir algo más allá de él mismo. Si Dios lo pudiera todo en sí mismo, nada podría haber fuera de Él, sino Él mismo. Para crear, Dios hubo de renunciar a sí mismo. A esto le llamamos kénosis.
Pero, para crear seres libres como los hombres, Dios hubo de renunciar a otro de los atributos que le hemos endosado arbitrariamente: la omnisciencia. Si Dios sabe todo, o como dice Agustín, si en Dios ver es prever, entonces el hombre no es libre ya que debe hacer lo que hace porque Dios sabe que lo hará. El hombre es libre sí y sólo sí Dios no sabe lo que sucederá. Esta es la segunda kénosis divina: la renuncia voluntaria al control absoluto de la voluntad y del futuro. Esta apertura temporal que deja espacio a la utopía y a lo definitivo, viene a ser el lugar apropiado de Dios, precisamente aquel en el que Él mismo se ha negado. Dios mantiene su presencia en la ausencia de sus atributos.

1 comentario:

Martín dijo...

Creo que la "salida" a los problemas que propones va en la línea que indicas: no hay heterolimitación divina, sino autolimitación. Solo Dios puede limitar a Dios. Y la "causa" de esta autolimitación está en el amor que se retira para hacer sitio al otro. El moderno debate de la teología con la ciencia ha vuelto a poner sobre el tapete todos estos problemas, siendo la kenosis una clave de interpretación no solo de la cristología, sino de la teología de la creación y finalmente de la mismísima teología trinitaria. Me parece interesante que abordes de vez en cuando este tipo de cuestiones, no demasiado conocidas.

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