Dicen que en algunos moribundos, antes de llegar al fin, se produce un momento de mejora, de lucidez previa al fatal desenlace. Pues ni eso le será concedido a este sistema que por no ser no es ni agónico, en el sentido unamuniano del término. Si el modelo económico y social, y con ello queremos incluir también lo moral, político y ecológico, que nos arrastra fuera agónico, estaría en lucha consigo mismo para intentar llegar a un equilibrio que le permita subsistir. La agonía del cristianismo de Unamuno tenía este sentido de vida que busca permanecer más allá de sus concreciones históricas. Sin embargo, el capitalismo no está en agonía sino en un proceso acelerado de metástasis que infecta todos los miembros, haciendo imposible cualquier intervención quirúrgica que salvara al paciente. No se trata de un simple cáncer financiero que podría ser extirpado mediante una regulación de los mercados de capitales; tampoco se reduce a una ampliación de la infección a la economía productiva que podría paliarse mediante la inyección millonaria de dinero que funcione como locomotora keynesiana del crecimiento; mucho menos es que debamos establecer nuevos criterios de justicia en la economía de mercado, consiguiendo que los excluidos del planeta entren en la rueda del consumismo, como desatinadamente ha propuesto cierta reflexión del magisterio eclesiástico; y de ninguna manera sería una simple cuestión de volver a los fundamentos inamovibles de un sano mercantilismo.
No, no hay tiempo ya para componendas. El sistema se hunde irremediablemente porque el mal está en la misma naturaleza de un modelo que tiene en el crecimiento constante y en la apropiación individual de lo que es común, su misma razón de ser y su núcleo duro. Se trata de una cuestión ontológica y no meramente moral. El capitalismo es perverso por naturaleza, no por las consecuencias indeseables de su desarrollo. Su perversión podía estar encubierta mientras no había llegado al nivel de extensión cuantitativa y cualitativa a la que ha llegado en la era global. El turbocapitalismo, como le llama uno de sus panegiristas, E. Luttwak, ha conseguido que las consecuencias de este modelo de sociedad impregnen todos los ámbitos humanos. Ya no es únicamente la economía y la política, también la moral y, lo que es peor, la antropología. El ser humano mismo ha sido construido a su imagen y semejanza. En el capitalismo, el hombre se ha quedado prendado de las palabras de la serpiente y ya se cree como un dios, absoluto y tiránico que puede utilizar el medio que le rodea y a los otros a su propio capricho, como objetos de su placer y beneficio.
La destrucción, no del hombre, sino de la humanidad del hombre, como he dicho ya en muchas ocasiones, es el peor de los males del capitalismo. Lo ha intentado, pero creo que el amor y el principio esperanza que está en el corazón humano, principio que no es sino el reflejo del amor de Dios en su Hijo, son más fuertes que el egoísmo institucionalizado y el optimismo burdo del modelo social que se nos impone. En las últimas semanas no dejan de bombardearnos con eslóganes que proclaman las bondades de esta sociedad y la necesidad de confiar en el modelo. Nada de esto es cierto y más pronto que tarde habrá que tomar decisiones radicales y definitivas. Nos decía José David Sacristán que en los próximos veinte años, yo no soy tan pesimista como él. Os aseguro que no pasará esta generación…
*La imagen corresponde a uno de los libros más sugerentes de los últimos tiempos. La portada dice mucho con muy poco.
3 comentarios:
Un comentario un poco marginal, pero que viene muy a cuento de lo que dices: el hombre se cree como dios. Sí, lo malo es que encima se equivoca de modelo, porque si tomase como modelo de su endiosamiento al Dios de Jesús, la ontología del creerse propio lo que es de todos cambiaría en un hacer de todos lo que es de uno. Pero imita a un dios equivocado: el dios que no necesita de nada ni de nadie, el dios todopoderoso, el dios que solo vive para sí. Saludos
¿Sabes Bernardo? Todas estas aportaciones mediante las cuales denuncias la situación global no hacen sino que permanezca en una constante autocrítica. Autocrítica por un lado de mi comportamiento en esta sociedad consumista, por otro de mi posicionamiento ante ella, y por último de mi planteamiento sobre ella. A todas luces, el capitalismo feroz devora al ser humano, y creo que no sólo a las víctimas más pobres y desamparadas, sino también y en su ignorancia a los que ostentan ese poder económico. Somos conscientes de que nos encontramos en este sistema, nos guste o no, y en este sentido agradezco la carta en el anterior post de tu amigo René —por cierto, si lees este comentario René, ¡enhorabuena para ti y tu familia!—. Es así, cualquier cosa, cualquier aparato de nuestra vida cotidiana existe a causa del sufrimiento de muchos. Y es algo difícil de digerir, sobre todo para los que intentamos vivir concienciados con esta realidad. No podemos barrer de un plumazo todo el sistema que actúa en el mundo; tampoco sé si existe una alternativa realista ahora mismo. Sinceramente, me cuesta encontrar una salida; a no ser, desde esa consciencia nuestra, actuar en la medida de nuestras posibilidades como esa sal que pretendía nuestro Señor que fuéramos cada uno de nosotros, para poder salar el mundo. Asumirlo, para a partir de ahí transformarlo.
Creo, Desiderio, que apuntas bien al final de tu reflexión. Ni podemos eliminar el sistema ni podemos adaptarnos a él. Se trata de ser muy críticos. Como digo desde que soy padre, necesitamos una balsa mientras construimos un nuevo barco. Pero creo que el tiempo para tomar medidas se acaba y van a llegar acontecimientos muy duros por el hecho de no haber realizado cambios cuando aún podíamos. Muchos expertos están de acuerdo en que hace diez años que es tarde. Aún así, debemos seguir el la lucha como el mismo Jesús.
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