miércoles, 29 de agosto de 2012

Vicente, le debemos un gallo a Asclepio.


Vicente Llamas Roig es un compañero del Departamento de Filosofía del Instituto Teológico de Murcia. Ha sido escaso el tiempo que nos hemos conocido, pero la sintonía fue absoluta desde el principio, por eso no es extraño que hiciera una reseña como la que hoy presento de mi Un mundo en quiebra. De la globalización a otro mundo (im)posible, Catarata, Madrid 2011. Se trata de una reseña que no solo ha sabido captar la médula de la obra, sino que ha tomado el aire, el pulso de una toma de pulso a un mundo que se nos hunde a nuestro alrededor y que requiere cierta perspectiva de derrota, pero también de esperanza. Detrás de la obra y su imagen están Benjamin y Polanyi, Beck y Bauman, Mauss y  Žižek. Todos ellos derrotados o derrotables y siempre pendientes del mundo en que viven y en el que los hombres han de seguir viviendo, a pesar de las muertes y las derrotas. Solo se construye sobre la entrega incondicionada del propio ser y esta debe ir hacia la apertura de la posibilidad que niega la actual posibilidad de la imposibilidad de la vida futura.
Los tiempos son recios, a pesar de la sopa embobada que retransmiten en los medios y las redes, a pesar de las nostalgias reticulares de los neonovofrankfurtianos y a pesar, de los pesares, de cierta perversión de las pretensiones del cristianismo. 
Dejo a los lectores con la escritura grácil con palabras plúmbeas de este científico de formación devenido filósofo por maldición divina. Con estas reflexiones purga sus flirteos pasados con Asclepio, al que sin duda seguimos debiendo un gallo.



Revista Iberoamericana de Teología, núm. 13, julio-diciembre, 2011, pp. 125-128
Universidad Iberoamericana
Distrito Federal, México.


Tras rastrear la tentativa de naturalización de la fe por Hume y decodificar a Jesús de Nazaret, en su nueva obra, el teólogo B. Pérez Andreo se propone tomar el pulso al proceso que inicia la modernidad y concluye en la postmodernidad, a fin de sustentar una crítica solvente a la globalización, de base teórica postmoderna, y a su más inicuo signo, la detracción de la dignidad onto-axiológica al hombre.
A la luz de algunas de las tesis de Ulrich Beck, el texto analiza el fenómeno de la “globalización” como paradigma de mundialización de las relaciones económicas e injerencia en lo externo (conquista de territorios, mercados y conciencias) al orden que implanta, larvado en la revolución neolítica. La esclavitud, el colonialismo y el comercio se imponen como vías primarias de globalización consustanciales al proyecto identitario occidental. El término en cuestión designa un proceso económico, histórico y político iniciado a finales del siglo XIX, con la aparición del petróleo como fuente energética y el desarrollo del taylorismo y el fordismo.

La respuesta a los interrogantes “qué” y “cómo” se globaliza, reclama una mirada penetrante sobre agentes y mecanismos de explotación, así como una lúcida reflexión sobre las consecuencias de la monopolización de los recursos económicos y ecológicos que caracteriza a la globalización deformada por la estructura centro/periferia, esa perversa polarización centrípeta de la riqueza que Luttwack denominara “turbocapitalismo” (capitalismo turboalimentado, de trasfondo netamente calvinista –predestinación al éxito o al fracaso-, distinto al capitalismo estrictamente controlado que naciera de las ruinas del 45), cuya causa se insinúa en la retirada del Estado de los distintos ámbitos, del económico en particular, con una escalada de la privatización, la deflación de la planificación central o la sanción del proteccionismo en la dirección administrativa. La globalización cifra una expansión del sistema económico surgido en los albores de la modernidad como mercantilismo, con sus genuinos
resortes de producción, distribución y consumo. Es éste un proceso pluriforme que cubre la red de mercados, el desarrollo tecnológico y de comunicaciones y, en fin, la trama de relaciones interculturales, configurándose sobre ese abigarrado espectro de motivos que es el Imperio Global Postmoderno, cuyas claves funcionales y estructurales son ponderadas con apreciable agudeza crítica.
El elemento nuclear de la modernidad, articulada dialécticamente sobre el eje razón-sujeto-historia y bajo el signo esencial de la transitoriedad (la tensión dialéctica en su momento de “superación” y el ideal de perfectibilidad aplazan a perpetuidad los índices de consecución, confiriendo carácter provisional a todo logro presente), es justo el “ego” que se afirma, en su propia condición sensible, como figura dominante de la realidad material (ego conqueror), para después replegarse noéticamente sobre sí, autofundándose como ego cogitans, con suspensión temporal de su propia condición intramundana (cancelación eventual de cualidades extensas para su ulterior recuperación, señala bien Pérez Andreo, en completo sometimiento al cognoscente), y aun parentización de la existencia del mundo natural al margen de su conciencia. 

Contraída la naturaleza a un ser enajenado, agotado el mundo en la forma de ser otro, fuera de sí “indiferenciado” y “orgánicamente conformado”, convocado a asimilarse al ser “en” y “para” sí que traduce la realidad del espíritu, ambas instancias residuales de la clásica tríada metafísica, hombre y Dios, quedarán determinadas en su ser por la cualidad pensante: son en la medida que cogitantes. El escepticismo cartesiano cede ante el logocentrismo hegeliano-husserliano (idealismo trascendental), acaeciendo, al cabo, tras una secuencia de reducciones que arranca de la epojé fenomenológica, el hallazgo del ego purus transcendens, donador de entidad y sentido a la realidad envolvente a la que in-tende sin necesidad de legitimación, como una fuerza prehabida, no una res cerrada situada al nivel de los fenómenos mundanos sino el centro originario de toda constitución, por ser aquel yo para el que el que el mundo es “en tanto se-le-aparece”, portador de un cogitatum matricial. La usurpación del viejo papel divino allana el terreno a la postmodernidad.
La exploración de los cauces filosóficos de la modernidad, he aquí una de las líneas medulares del libro, pasa por el examen de cada uno de sus pilares, del sujeto que ejerce la razón, de ésta como instrumento de dominio, y de la historia como ámbito secular de construcción del paraíso postergado por el cristianismo, como supremo cumplimiento del encuentro del espíritu consigo mismo al crearse, según un plan dirigido de progreso. Será la historia universal manifestación de la razón absoluta: los pueblos se ofrecen como modelos de plasmación de la divinidad.
En el texto se evalúan fórmulas en las que las excelencias de una fe prístina hibridan con las fatuas tonalidades de un logos desfigurado por la autocomplacencia: la memoria de algo malogrado en la luz antes de extender su germen. La dinamización de un monismo, de inspiración spinozista, que instaura la identidad de sujeto cognoscente y objeto conocido, de pensar y ser, primordialmente aquejado de cierto estatismo puesto que no narra la génesis de la identidad total de lo racional y lo real. Esa dinamización (la sustancia viva como el ser que es en verdad sujeto y realidad en cuanto que movimiento de pensarse a sí misma o mediación de su devenir otro consigo misma, en la voz de Hegel) se alinea con la abolición de la dicotomía kantiana sujeto-objeto (el sujeto trascendental, en tanto que diferenciado de lo “en-sí”, no es mero receptor sino productor de los objetos conocidos en la experiencia; el colapso del dualismo valida el ser objetivo como pura construcción del cognoscente) para justificar el papel creador del sujeto, cuya expresión vital e histórica enraíza en la exaltación del yo romántico. El polo objetivo es fagocitado por un yo intensamente invasivo en la pretendida forma de una asimilación.
El sujeto no sólo constituye las formas objetivas, también les procura contenido. La subjetividad unifica las diferentes facetas de la vida humana sufragando una comprensión de la realidad ajustada, no al sujeto particular, psíquico (la conciencia empírica que marca el nivel de aprioridad de la síntesis
fenoménica), sino al sujeto absoluto-universal (razón creadora incondicionada), al yo-espíritu que, aglutinando toda clase de valores, reivindica un destino histórico-colectivo integrador. En torno a este trinomio axial, por simple degradación de sus principios vertebrales, se organiza también la postmodernidad (devaluación de la razón a técnica reproductiva del consumismo global, transformación del sujeto en homo consumptor –incapaz de crear mundo, opuesto al moderno- y fragmentación de la historia en un régimen episódico sin vocación significativa unitaria). La postmodernidad es descrita no como estado decadente, sino como proceso de emergencia de formas reprimidas, pero latentes, de la modernidad: una suerte de explosión de la episteme en la que razón y sujeto vuelan en pedazos (Wellmer). La demolición de los cimientos, la licuación basal, deja escapar inertes motivos soterrados. Nos dice el autor que la postmodernidad ha sacado a la luz aquellos elementos cohibidos en la modernidad, la fealdad de las formas y la patentización de la imposibilidad
nostálgica de la utopía. En un escenario líquido afloran lívidos vestigios de algo semejante a un turbulento naufragio en los que aún crepitan las desvaídas huellas de la hybris. La obra que nos ocupa no se detiene en la crítica. Antes bien se abre a una alternativa global (globalidad como divino amor redentor en su difusivo ser desde un nullpunkt espaciotemporal y en su concreción cristológica) acorde a principios de subsidiaridad, sostenibilidad ecológica, equidad, etc., que inervan la esperanza de un mundo (im)posible.

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