Este hombre, Jorge Mario Bergoglio, elegido para la sede episcopal de Roma, y por tanto sucesor de Pedro, ha conseguido en 5 meses revertir el camino que había emprendido la Iglesia en los últimos 50 años. En cada gesto, cada palabra, cada discurso, cada acto que lleva acabo, deja ver que su etapa como sucesor de Pedro va a marcar un hiato en la historia de la Iglesia como nunca antes se había vivido. Será un giro, pero hacia el origen, hacia la prístina pureza del Evangelio que nos muestra cómo debe la Iglesia estar en el mundo: como sal, como luz, como fermento, haciendo que el Reino fructifique por doquier en continuo peregrinar. Alimentando la solidaridad, sí la solidaridad, que en nada se opone a la fraternidad; incrementando el diálogo y la búsqueda de la unidad; ahormando la comunidad de los que creemos y de los que no, porque todos somos hermanos, aunque no todos se reconozcan como hijos. Este giro será estudiado como una cesura y un nuevo comienzo, como la vuelta a Nazaret de la Iglesia.
Los que estamos dentro lo notamos en muchas cuestiones, pero la que quizás más nos ha impactado es el cambio de aires que se respira. Ahora, por fin, podemos respirar hondo sin miedo a levantar sospechas. Ahora podemos hablar en la plaza pública lo que antes quedaba reducido a los círculos de confianza. Ahora se puede hablar de pobreza sin levantar sospechas de liberacionista; se puede plantear el diálogo religioso como un buscar la verdad y no como mera estrategia apologética; se puede criticar el capitalismo sin tener que soportar la losa de comunista (aunque algunos no cambian en esto); se puede decir "no a la guerra" sin parecer un ultra izquierdista paniaguado por los de la ceja. Ahora, en fin, se puede decir lo que se piensa y sentir lo que se dice, cosa que, como dijera Hume siguiendo a Tácito es más bien rara. Pes bien, estamos en esos tiempos extraños (rara temporum) en los que la libertad fluye como agua pura y en los que los torquemada de siempre deben guardar las herramientas para otra ocasión (de seguro que la tendrán y por eso esperan agazapados).
Publiqué un libro, No podéis servir a dos amos, en el que expongo una crítica a esa Iglesia que no sabe sino enrocarse en posiciones numantinas que solo la arrastran a lo más lúgubre de la mundanidad. Me permito hacer unas propuestas de salida, para el mundo y para la Iglesia, que permitan vivir en este mundo hoy como sería posible dado el avance científico y moral al que hemos llegado, pero que no se pone en práctica porque la avaricia extrema elevada a sistema social, el capitalismo, sigue coartando las posibilidades de la humanidad, secuestrando los espíritus y encerrándolos en una jaula dorada, en occidente, y una prisión oscura, el resto del mundo. Hacia el final del libro expreso mis anhelos con estas palabras:
"Nuestra ciudadanía, nuestra pertenencia política, no es de este mundo, es una ciudadanía celestial, dicho en los términos del Nuevo Testamento, o
con una traducción adaptada al mundo de hoy, es una república alternativa. Se trata de otra forma de hacer las cosas, de otra manera de organizar la política, de otra manera de hacer la economía. En definitiva, se trata de otro mundo que debe ser posible, de otra Globalización, la del amor y la
pobreza. Porque esta nueva civilización, como hemos dicho en varias ocasiones,
se opone a la actual y resulta de una confluencia de perspectivas: la del
Magisterio eclesial, la civilización del
amor; y la de las víctimas del IGP, la civilización
de la pobreza, que “supone el des-quiciamiento del mundo actual, es
decir, una alteridad radical”[1]. Hemos
de ser capaces de cambiar la mentalidad de los habitantes del planeta, como
única forma real de desconstruir un mundo que ha crecido contra los hombres y
su desarrollo. El desarrollo a toda costa ha sido la ideología dominante, una
especie de promesa del cielo en la tierra que generó un sueño, un sueño
monstruoso que la razón occidental convirtió en realidad. La civilización de la pobreza"
La Iglesia, me atrevo a proponer, debe empujar la historia hacia esa República alternativa que es otra forma de llamar al Reino de Dios y que lo debemos construir entre todos. Los cristianos no tenemos ningún privilegio, no somos especiales, pero sí tenemos la confianza puesta en que el Dios de Jesús, el Señor de la historia, empuja en la dirección de hacer del mundo un lugar de fraternidad, un lugar donde el hombre puede vivir como tal.
[1] Jon Sobrino, “Revertir la historia” Concilium 308 (2004) 146.
1 comentario:
Desde la aceptación de Bergoglio al pontificado, me muevo en un mar de partidarios entusiastas que chocan con críticos demagogos de sus palabras. Desgraciadamente hay muchos, en esta querida Iglesia, que restan continuamente valor a sus declaraciones, valientes, audaces, SIGNIFICATIVAS. Creo que Francisco ha sabido responder a lo que el mundo necesita, y ser inteligente mostrando la cara de los cristianos que quieren (ojalá pueda decir "queremos") vivir el Evangelio.
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