viernes, 27 de diciembre de 2013

El hábitat de la Encarnación

Imagen de Radiación de fondo de microondas
Lo que conocemos todos como Navidad tiene como referente teológico la Encarnación, el hecho de que Dios mismo ha tomado la carne humana para ser con nosotros y compartir nuestra existencia. Encarnarse es una forma de expresar, contra el mundo antiguo, que Dios se hace plenamente hombre, contra el concepto común en el mundo antiguo de que los dioses podían adoptar formas humanas que solo lo eran en apariencia. Se trataba de una eventualidad lúdica de la existencia aburrida de los dioses que, no teniendo otras cosas que hacer, se dedicaban a juguetear en el teatro del mundo del que formaban parte. La tradición cristiana, en línea con la judía, se toma en serio la implicación de Dios con el mundo. No se trata de un juego, Dios mismo ha querido ser hombre para compartir el destino del Universo entero en la existencia concreta del ser que ha llegado a ser cúspide de la Creación: el ser humano. Pero, para encarnarse necesitaba Dios crear las condiciones de posibilidad que lo hicieran factible. La primera de todas es crear el hábitat de la Encarnación: la humanidad.

Dios toma carne humana gracias al 'sí' de una joven, como nos acaba de recordar Francisco, de un pueblo perdido en la periferia de un imperio. Dios, al tomar carne, toma partido por los excluidos de un orden mundial injusto; toma partido por los excluidos de los excluidos, pues María y José no forman, precisamente, una familia al uso. Una mujer virgen, un padre putativo y un hijo de Dios no es lo que se puede decir una familia tradicional. Muy al contrario, la familia cristiana por antonomasia es de lo más extraño que podía existir en aquel mundo. Jesús mismo fue un manzer, un bastardo, según el orden social judío. Jesús, el hijo de María, es un marginado social por su mismo nacimiento, pero él extiende esa marginación hasta la autoexclusión del orden social con el fin de crear las condiciones para una nueva forma de entender la humanidad.


La extraña familia de Nazaret es el hábitat social de la Encarnación de Dios, pero presupone otro hábitat más amplio, la especie humana en sí misma. Tras eones de evolución surge en la Tierra una especie capaz de ser consciente de sí misma, de crear relatos de su existencia y de expresar y expresarse su propio ser en el mundo. El homo sapiens es la última parada de la larga cadena de la emergencia evolutiva del espíritu creador autoconsciente. Fueron necesario muchos procesos de extinción en el planeta tras la aparición de los seres vivos, pero tras cinco grandes extinciones y un proceso adecuado de adaptación al medio por selección natural, surgen los seres con un sistema nervioso central capaz de procesar las impresiones. Tras estos se produce un refinamiento por el que el cerebro de los mamíferos se complica en los primates fruto de la vida social, hasta que al final nos encontramos con una capacidad craneal suficiente para albergar procesos de memoria, comprensión de la realidad y respuesta conscientes que generan el yo como fruto del encuentro con lo otro. La mismidad autoconsciente nace de la alteridad compartida. El homo sapiens, la consciencia autorreflexiva, es el hábitat propio de la Encarnación en la Tierra.

Sin embargo, fue imprescindible que se diera un paso previo antes del de la consciencia: el de la vida misma. La vida surge en el Universo tras 10.000 millones de años de evolución de la materia inerte. Fueron necesarios todos esos eones para que la química inorgánica generara los elementos básicos de la vida. Del hidrógeno surgirán los otros elementos por distintos procesos, hasta dar lugar, en los núcleos de las estrellas, a los elementos pesados como el carbono, el oxígeno y el nitrógeno, que junto al hidrógeno forman la basa de la vida. Estos cuatro necesitarán del hierro y el calcio para seguir configurando procesos más complejos que derivarán en las cadenas de aminoácidos precursoras de la vida. En un momento preciso, en un lugar privilegiado del Universo, en el momento exacto, un pequeño planeta orbitando alrededor de una estrella mediana en una galaxia normal, generará la vida como un proceso autoreproductivo hace 3,8 mil millones de años y pondrá las bases para el hábitat de la Encarnación.

La vida necesitó 10.000 millones de años para emerger desde la materia inerte, pero lo hizo por un proceso físico que tiene concomitancias con lo que los teólogos llaman kénosis, vaciamiento. Resulta que la emergencia de la vida desde la materia inerte, o de la consciencia desde la vida inconsciente, no tiene lugar por un algo más que se añade al proceso, sino por un que menos que acota el proceso. Según Terrence W. Deacon (Naturaleza incompleta, Barcelona 2013), la emergencia es un proceso de acotamiento de posibilidades caóticas que regula el paso a un nivel de ordenación mayor sobre la base de uno de desorden, poniendo coto a la segunda ley de la termodinámica. Así, no hay ningún telos en el proceso evolutivo, sino que la emergencia se produce por acotamiento, por reducción del proceso, por vaciamiento de posibilidades, por kénosis diríamos en teología. Y todo esto comienza hace 13,72 mil millones de años, cuando se produjo el evento que dio origen a lo que sería el hábitat natural de la Encarnación.

El Dios cristiano, comunidad de amor íntimo que se expresa en la relación subsistente de su propio ser, propicia la extensión de su ser íntimo mediante el vaciamiento de sí que abre la posibilidad de ser fuera de sí. El Big-bang es el punto de fusión de la kénosis divina y el punto de partida de la Encarnación en la vida consciente que se expresa en una extraña familia excluida en un pueblo perdido en la periferia de un imperio, de un desorden establecido por las injusticias humanas. Pero la Encarnación abre la posibilidad de una existencia plena de la humanidad en medio de un Universo creado para ella por el amor inmenso de la autonegación oblativa.

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