Pocos son los temas de más actualidad en estos inicios del siglo XXI que la relación de la Iglesia con el mundo postmoderno. En primer lugar porque la misma Iglesia es motivo de reflexión profunda por parte de los teólogos y de preocupación por parte de la jerarquía. Los problemas derivados de su acoplamiento a los tiempos actuales llevan a repensar su ser, principalmente desde la reflexiones conciliares sobre la misión de la Iglesia.
De otro lado tenemos el mundo tal como es hoy día. No nos encontramos en la misma época que dio luz al Concilio Vaticano II y eso nos debe llevar a replantear nuestras posiciones eclesiológicas. El mundo actual no es ya el mundo moderno ante el que el Concilio quería “ponerse al día”. El “día” actual está caracterizado por tres elementos fundamentales. Primero: el problema ecológico. Nuestra casa común, la hermana madre tierra que dijera San Francisco, está ante uno de los más graves peligros de su historia. En los apenas dos siglos de era industrial hemos consumido y destruido tanto como en los diez mil años que nos separan de la revolución neolítica. El ritmo creciente de deterioro medioambiental puede llevarnos a una catástrofe natural de proporciones bíblicas, como nos dicen los expertos del Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático.
Segundo: el individualismo. La atomización de las relaciones sociales nos lleva a la ruptura de las redes comunitarias que permiten la existencia del ser humano. El sujeto moderno ha sido desconstruido hasta convertirlo en un individuo consumidor, pieza imprescindible del modelo económico capitalista que despilfarra los recursos y no se preocupa por las consecuencias de sus actos. El ser humano ha devenido un mero productor y consumidor que pierde su vida en el consumo de la misma, es decir, que todo lo reduce a consumar su existencia y la de su entorno.
Tercero: la eido-latría, el culto a las imágenes. Esta sociedad se ha convertido en la sociedad de la imagen, del culto a las imágenes, a los ídolos modernos del consumo. Los mass-media, consiguen crear un mundo falaz a partir de su repetición constante en las pantallas de ficción. Televisores, ordenadores, móviles, iPhone, iPod, etc., crean el “nuevo mundo”, para el hombre posthumano que predica Fukuyama. El fin de la historia, a partir del control biotecnológico y mediático, está más cerca.
Frente a este mundo inhumano, la Iglesia debe plantear una alternativa radical, pero debe hacerlo desde un redescubrimiento de su ser más íntimo. Ya decía San Juan Crisóstomo que la Iglesia tiene nombre de sínodo, porque sínodo es la palabra griega que significa, camino conjunto. La Iglesia es un caminar juntos hacia la salvación del género humano. Para caminar juntos debemos hacerlo desde lo que siempre fue la Iglesia en el origen del cristianismo: la continuación temporal del cuerpo real de Cristo. Para ser esta continuación en el tiempo, debe volver al vista a lo que fue la experiencia primigenia del cristianismo perseguido, porque el largo camino de la Iglesia constantiniana fue más un alejamiento del origen que una adaptación a las circunstancias.
En Lucas nos encontramos con un texto fundamental para comprender el ser de la Iglesia en el mundo. En el momento fundante de la vida de la comunidad, la Eucaristía, Jesús da ejemplo del modelo comunitario que quiere. Los discípulos discuten sobre quién ha de ocupar los puestos principales en aquella última cena, Jesús se percata y les recrimina: “quién es más, el que está a la mesa o el que sirve. Pues, yo estoy a la mesa como el que sirve. El que quiera ser el primero, sea el último y servidor de todos”. Se trata de poner el servicio en el centro del ser de la comunidad y de su ser para el mundo: “los jefes de las naciones las oprimen, no sea así entre vosotros”. A partir de este texto y otros muchos, podemos hacer una lectura que nos permite entender la Iglesia como una Fraternidad que vive para el Servicio en la Pobreza y el Amor.
Jesús mismo, con su vida, hechos y palabras, puso esta realidad en acción. A partir de una nueva Mesa social en la que caben todos los excluidos de forma directa y los exclusores si abandonan su categoría social y se abajan con los pobres, crea una nueva Familia que no se vincula por lazos biológicos sino socio-afectivos. Esta nueva Familia está formada por todos los que “escuchan la palabra y la ponen por obra”, por los niños, las prostitutas, los publicanos, los enfermos y los miserables. Es una Familia que rompe con las normas patriarcales y crea una realidad fraternidad universal en donde “a nadie llaman padre, a nadie llaman señor, a nadie llaman maestro”. Esta fraternidad será el núcleo de la nueva Sociedad, el Reino de Dios, una realidad social, histórica, y moral que traspasa las fronteras históricas y se convierte en transhistórica.
La Iglesia se convierte en una realidad alternativa a esta Golobalización de la miseria y la destrucción, no adorando a los ídolos de muerte y procurando amor, vida y esperanza. Especialmente en estos tiempos de convulsión económica en los que a río revuelto ganancia de especuladores. La Iglesia tiene un inmenso caudal de esperanza que ofrecer a este mundo inquieto por su futuro; la fraternidad, la ternura y el amor por la vida son los elementos más preciados del cristianismo desde que naciera de Cristo muerto y resucitado. El ideal ayer y hoy sigue siendo el mismo: “los creyentes estaban todos unidos y lo poseían todo en común; vendían bienes y posesiones y las repartían según la necesidad de cada uno” (Hech 2, 44-45). Quizás sea más necesaria hoy esta común unión de los creyentes para que el mundo crea que la salvación es posible.
1 comentario:
Ja, ja, ja. La iglesia no se va entender con el mundo porque "no es de este mundo". Lo mejor que puede hacer es desaparecer y dejar que vivamos en paz. La mayor parte de guerras de la historia ha sido provocado pro las relgiones. Ya les vale
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