Dice Heidegger que el hombre es el único animal mortal porque es el único consciente de su propia muerte, el resto de animales simplemente se mueren, pero no son mortales. A partir de ahí, establece el filósofo alemán una estrecha relación entre el lenguaje y la muerte, las dos características que diferencian al homo sapiens del resto de animales. Giorgo Agamben pudo escribir su El lenguaje y la muerte, a partir de estas palabras de Heidegger. Creo que esta relación es tan estrecha que debemos avanzar algún punto más. Entiendo que la característica esencial del ser humano es su mortalidad, el saber que tiene que morir y eso le hace de muy distinta manera a como podría ser una vida sin esa conciencia.
La mortalidad implica que nuestras acciones vitales tienen un plus de importancia, sencillamente son irrepetibles. Las decisiones fundamentales de la existencia no pueden repetirse a placer, el devenir de los años cierra puertas definitivamente y sella caminos que otrora pudieron estar entreabiertos, pero lo hace porque ese devenir se encamina hacia un fin, completo y definitivo. La mortalidad nos obliga a tomar decisiones definitivas, en las que nos jugamos todo nuestro ser. No se trata de una mera conciencia trágica, sino que el ser humano debe decidir, debe tomar opciones y desechar otras. Pero la mortalidad no implica, necesariamente, la conciencia de la muerte. Precisamente en la sociedad postmoderna, como hemos visto en otras reflexiones anteriores, lo que se ha producido es la pérdida de esa conciencia de la propia muerte o, al menos, la postergación definitiva de esa conciencia.
La pérdida de la conciencia de la condición mortal, lleva a la pérdida de otra de las dimensiones esenciales del hombre: la libertad. Sólo si soy consciente de mi limitación puede decidir en absoluta libertad. Enorme paradoja ésta: soy libre cuando soy consciente de que estoy limitado. Sólo si soy mortal soy libre, porque entonces la muerte se torna la condición de posibilidad de toda elección válida y definitiva. Si creyera en serio que no voy a morir, si la muerte no está en mi ámbito de reflexión, entonces cualquier decisión es tan válida como cualquier otra, cualquier acto es tan aceptable como cualquier otro. No tendría ningún valor estudiar o formarse, trabajar o enamorarse. Tener hijos no dependería más que de una mera cuestión de azar. Las decisiones importantes que hacen de la vida una realidad coherente, dejarían de tener valor. ¿Qué importancia tendría, de no ser mortal, ser honesto, responsable, cabal, auténtico o, simplemente, sociable? ¿Para qué tendría yo que tomarme en serio mi vida, si de ello no depende que esta sea mejor o peor, si no puedo morir?
He aquí el paroxismo de la paradoja, la mortalidad nos lleva inexorablemente a la moralidad. Somos seres morales y, por ende libres, porque somos mortales. El tener que morir nos empuja a tomar decisiones, a ser libres, pero a hacerlo en la perspectiva constante del fin perentorio de nuestra existencia. Es, por tanto, la mor(t)alidad la que nos hace hombres. Somos morales por ser mortales, porque tenemos conciencia de nuestra propia muerte. Aunque en la sociedad postmoderna (hipermoderna llaman algunos), esta conciencia se ha atrofiado y cada día se vive como si fuese eterno, desandando el camino evolutivo que ha hecho de nosotros unos animales mortales, es decir, conscientes de su propia muerte. ¿Volveremos a ser inmortales, por inconscientes? ¿Seremos inmorales?
La mortalidad implica que nuestras acciones vitales tienen un plus de importancia, sencillamente son irrepetibles. Las decisiones fundamentales de la existencia no pueden repetirse a placer, el devenir de los años cierra puertas definitivamente y sella caminos que otrora pudieron estar entreabiertos, pero lo hace porque ese devenir se encamina hacia un fin, completo y definitivo. La mortalidad nos obliga a tomar decisiones definitivas, en las que nos jugamos todo nuestro ser. No se trata de una mera conciencia trágica, sino que el ser humano debe decidir, debe tomar opciones y desechar otras. Pero la mortalidad no implica, necesariamente, la conciencia de la muerte. Precisamente en la sociedad postmoderna, como hemos visto en otras reflexiones anteriores, lo que se ha producido es la pérdida de esa conciencia de la propia muerte o, al menos, la postergación definitiva de esa conciencia.
La pérdida de la conciencia de la condición mortal, lleva a la pérdida de otra de las dimensiones esenciales del hombre: la libertad. Sólo si soy consciente de mi limitación puede decidir en absoluta libertad. Enorme paradoja ésta: soy libre cuando soy consciente de que estoy limitado. Sólo si soy mortal soy libre, porque entonces la muerte se torna la condición de posibilidad de toda elección válida y definitiva. Si creyera en serio que no voy a morir, si la muerte no está en mi ámbito de reflexión, entonces cualquier decisión es tan válida como cualquier otra, cualquier acto es tan aceptable como cualquier otro. No tendría ningún valor estudiar o formarse, trabajar o enamorarse. Tener hijos no dependería más que de una mera cuestión de azar. Las decisiones importantes que hacen de la vida una realidad coherente, dejarían de tener valor. ¿Qué importancia tendría, de no ser mortal, ser honesto, responsable, cabal, auténtico o, simplemente, sociable? ¿Para qué tendría yo que tomarme en serio mi vida, si de ello no depende que esta sea mejor o peor, si no puedo morir?
He aquí el paroxismo de la paradoja, la mortalidad nos lleva inexorablemente a la moralidad. Somos seres morales y, por ende libres, porque somos mortales. El tener que morir nos empuja a tomar decisiones, a ser libres, pero a hacerlo en la perspectiva constante del fin perentorio de nuestra existencia. Es, por tanto, la mor(t)alidad la que nos hace hombres. Somos morales por ser mortales, porque tenemos conciencia de nuestra propia muerte. Aunque en la sociedad postmoderna (hipermoderna llaman algunos), esta conciencia se ha atrofiado y cada día se vive como si fuese eterno, desandando el camino evolutivo que ha hecho de nosotros unos animales mortales, es decir, conscientes de su propia muerte. ¿Volveremos a ser inmortales, por inconscientes? ¿Seremos inmorales?
4 comentarios:
Creo que nos hemos instalado en la sociedad del "consumo, luego existo". Nos venden valores absolutos, de este modo, podemos comprar belleza, juventud, felicidad...poder (inmortalidad), a fin de cuentas. Esto es muy tentador y la presión muy grande. Hemos construído nuestro particular "Un mundo feliz", y todo lo que no nos gusta lo apartamos, para poder mirar hacia otro lado. Así, tenemos lugares para esconder la vejez o la muerte, por ejemplo. La muerte no interesa a nuestro sistema económico por dos razones principales, entre otras: primera, porque no vende; segunda, y más peligrosa, porque hace pensar. Sin embargo, aún "nos queda la palabra". Un saludo.
El tema de la muerte da mucho de sí. Algunos dicen que pensar en la muerte es el principio de la filosofía. Otros, como Unamuno o Pascal, dicen que el no pensar en la muerte nos atonta. A mi me ha interesado eso que dices al final: pensar en la muerte es fuente de moralidad. La muerte y sobre todo la creencia o no en la inmortalidad. Una confirmación de ello la tenemos en el libro de la Sabiduría, capítulo 2: para los que piensan que la muerte es el final la conclusión lógica es: oprimamos al pobre y no tengamos compasión de la viuda. También San Pablo: si los muertos no resucitan, comamos y bebamos que mañana moriremos. Gracias, Bernardo, por tus profundas e interesantes reflexiones.
Quizá dividimos la vida en compartimentos estancos, cuando en realidad la vida es un continuum. La muerte en si solo es el paso de la Vida a la Vida-en Plenitud de Ser. Una profundización de la Vida, con un grado de conciencia mayor. Y el paso no se improvisa: cada día nacemos y al atardecer morimos. Cuando despertamos a la conciencia de que la Vida nos vive, que somos uno con Ella, entonces solo hay Vida en sus múltiples formas. Así somos morales e inmortales a imagen y semejanza del Creador. Trayecto Infinito. Saludos cordiales
Comparto la opinión de que sólo somos libres si conocemos nuestros límites. Para poder ser verdaderamente libres, debemos saber en qué marco nos podemos mover. Libertad, a diferencia de lo que se entiende hoy en día, no es poder hacer lo que se quiera, sino poder hacer lo que se quiera sin perder nuestra dignidad humana, que es muy distinto. Y para ello, debemos conocer los límites fuera de los cuales la dignidad humana se ve menguada, incluso hasta desaparecer.
Y es lo que ocurre hoy en día: el hombre postmoderno no está dispuesto a aceptar que no tiene límites, que hay cosas que no puede/debe hacer, y para ello lo más sencillo es adaptar la realidad según sus intereses. Lo que no le gusta, como comentaba Ana, lo deja a un lado (muerte, dolor, sufrimiento, sacrificio,…), y así sólo se queda con lo que le gusta (diversión, consumo, placer, inmediatez,…).
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