Uno de los más reconocidos ateos militantes durante varios decenios fue Anthony Flew. Profesor en varias universidad muy prestigiosas durante su vida académica activa, aún se le valora por obras como God and the phylosophy y The presumptiom of atheisme. En estas obras, clásicas en la historia del pensamiento, recoge la postura denominada como “evidencialista” según la cual, el onus probandi sobre la existencia de Dios recae en los que la afirman. Son los creyentes los que deben aportar las pruebas de la existencia de Dios, porque no hay evidencia alguna de la misma en el universo, por tanto debe presuponerse el ateísmo. Sin embargo, en el año 2004 sorprendió a todo el mundo en una conferencia donde manifestó que había llegado a la certeza de que Dios existe. Dos factores fueron especialmente decisivos a la hora de este cambio, como cuenta en su libro tras la “conversión” There is a God; el primero era una actitud de cercanía cada vez mayor hacia la idea de Einstein de que tiene que haber una Inteligencia tras la complejidad del universo; el otro la idea de que tras la complejidad integrada de la vida, sólo puedo haber una fuente Inteligente. Han sido, precisamente, los avances científicos los que le han llevado a esta conclusión. Cada vez es más evidente que una simple sopa química no puede dar como resultado el código genético: la diferencia entre la vida y la no-vida es ontológica y no química.
Flew ha llegado a lo que conocemos como deísmo, la creencia en la existencia de un ser Inteligente, capaz de explicar el mundo que vemos, pero no al teísmo, la fe en que ese ser es personal, pero nos pone ante la pista de lo que debería ser la reflexión filosófica a partir de los datos científicos. Si los científicos no deben pasar la barrera de lo experiencial y entrar en lo metafísico, como es el caso irrisorio de Richard Dawkins, los filósofos han de respetar estos datos. Un caso edificante de esto lo tenemos en la afirmación de Arthur Eddington. Este astrónomo afirmó en 1929 que si un batallón de chimpancés tecleara al azar sobre una máquina, acabaría escribiendo todas las obras del Museo Británico. Pero este insigne astrónomo no contaba con que la ley de probabilidades, unida a los potentes ordenadores actuales demostrara justo lo contrario. Ha sido el profesor de la universidad de Texas y experto en teoría de probabilidades Michael Starbird, el que ha propuesto el siguiente ejemplo: si mil millones de chimpancés teclearan una combinación de 18 teclas a una por segundo durante 13.700 millones de años, la probabilidad de que lograran escribir la frase To be or not to be al azar puro sería de una entre mil millones. Pensemos en la cantidad ingente de combinaciones que se necesitan si, al azar, ha de crearse un organismo como el ser humano.
El universo, la vida en el universo, la conciencia dentro de la vida, el don y la entrega, el amor, no son realidades que existan fruto de la casualidad, aunque esta haya jugado un papel interesante como elemento necesario para la aparición de ser por evolución biológica desde los albores de los tiempos. Es más fácil que una conciencia humana piense, sienta y escriba All you need is love, que esperar a que mil millones de monos, tecleando al azar, consigan escribir esa simple frase.
2 comentarios:
Has tocado un tema que me interesa mucho. Según el teorema de Gödel, cuando los axiomas matemáticos alcanzan un cierto grado de complejidad, no es posible responder sobre la verdad o falsedad de algunos enunciados formulados dentro del marco de tales axiomas. Si Dios es tan complejo como la aritmética, no resulta sorprendente que no pueda demostrarse ni refutarse su existencia. Estoy preparando una publicación que entrará en estos temas.
No sé yo si Gödel pensaba en Dios cuando enunció su famoso teorema, pero qué duda cabe que desde luego apunta hacia Él. Cada vez me cuesta más entender a los que confían en el azar como rector del Universo. Conforme avanza la ciencia —sobre todo en los últimos años en la Física de partículas o en la Microbiología—, se hace más difícil confiar en que el azar pueda dirigir todos los procesos. Puedo entender más un agnosticismo, un no saber qué; pero una confianza ciega en el azar, ya digo, me cuesta. Es cierto que en los procesos naturales hay un factor de azar, pero ello no entra en contradicción para nada con la idea de un proceso teleológico en la Naturaleza.
Y a veces se suelen hacer afirmaciones que para mí presentan un punto de partida erróneo, como el que comentas de Eddington. El problema no es que aunque muchos chimpancés tarden mucho tiempo al final acaben escribiendo El Quijote; el problema es que lo difícil —por no decir imposible— es mantener siquiera a uno sólo delante de un teclado, y una vez lo tienes sentado delante, que no pare de teclear. Quiero decir con esto que a veces tendemos a colocar propiedades humanas a lo que no las tiene, tendemos a antropomorfizar la materia y dotarle de unas cualidades que por sí misma difícilmente podría poseer.
Me parece muy acertada la distinción que haces cuando afirmas que el problema es sobre todo ontológico más que experimental. Se puede creer en una especie de creador en el sentido aristotélico, pero dista muy mucho del Dios cristiano.
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