domingo, 31 de enero de 2010

"No sabéis lo que pedís"

En tanto que comunidad situada en la historia, la Iglesia puede tener la tentación de situarse cómodamente en ella y servir los intereses de los poderosos en lugar de establecer un duro combate contra la tiranía del dinero y el poder, ejemplos no nos faltan en la historia de todo esto y tampoco nos faltan las advertencias de Jesús a sus discípulos sobre el peligro del poder y la riqueza y lo fácil que resulta acomodarse al orden de este mundo y servirle. Por todo esto, la Iglesia debe mantenerse firme en su ser peregrinante y en la actitud escatológica que todo lo relativiza poniendo el Reino y su justicia como lo único verdaderamente importante y dejando todo lo demás en segundo plano, incluso su propia pervivencia. Sería paradójico que los que nos llamamos cristianos rehusáramos el final de aquel a quien decimos seguir y servir. No estamos aquí para permanecer a toda costa, sino para enterrarnos y dar mucho fruto al desaparecer como la semilla en la tierra. Se trata de cargar con la cruz, de estar dispuestos a arrostrar las consecuencias de un modelo de vida peligroso que puede conducir a la muerte prematura.

Cuando Jesús vio que sus discípulos discutían por ver cuál sería el más importante les recriminó agriamente porque no habían entendido nada de lo que vivían con él. Los tres Evangelios sinópticos recogen la perícopa, aunque cada uno la sitúa donde mejor le conviene al hilo de su propio relato. Marcos y Mateo ponen la diatriba con los Zebedeos a la subida a Jerusalén, justo en un contexto mesiánico fuerte. Los discípulos entienden que si suben a la ciudad santa es para que Jesús se manifieste como el Mesías con poder que derribará a los poderosos de sus tronos. En ese momento los discípulos adoptarán el papel de gobernantes de Israel a las órdenes de Jesús. Es normal que entre ellos surjan disputas por ver quién ocuparía los puestos principales, técnicamente el sentarse a la derecha e izquierda de Jesús. En Marcos son los propios Juan y Santiago los que le plantean la petición; Mateo lo suaviza poniendo ésta en boca de la madre de los Zebedeos. Pero la respuesta de Jesús es enérgica y clara: “no sabéis lo que pedís”. A continuación viene la enseñanza para que terminen de comprender. Los que se hacen llamar jefes de las naciones las oprimen y encima se hacen llamar “benefactores”. No les basta con mandar, necesitan que los gobernados reconozcan la necesidad de su poder. Pero entre los discípulos, que es tanto como decir en la Iglesia, no debe ser así, sino que el que quiera ser el primero sea el último y servidor de todos.

La tentación del poder es muy fuerte y Jesús advierte contra ella, porque no se trata de gobernar o regir, sino de servir y amar hasta el extremo de la entrega oblativa. Este peligro ha estado presente siempre en la Iglesia porque se ha codeado con los poderosos durante muchos siglos, empezando por Constantino y continuando por casi todos los poderosos en casi todas las épocas, de ahí su meretricidad extendida a lo largo de los siglos. No queremos hacer un recuento, pero en la memoria de todos están los momentos más onerosos de nuestra historia eclesial. Y no ha sucedido porque Jesús mismo no nos hubiera prevenido contra ello. Ya hemos visto cómo Marcos y Mateo traen a colación la diatriba contra el poder en un contexto mesiánico, Lucas lo hará en el centro mismo de la construcción de la futura Iglesia: en la última cena que Jesús vivió con sus discípulos. Allí, con toda la intención, sitúa Lucas la perícopa contra el poder. Sentados a la mesa, como lo harán los cristianos a lo largo de tantos siglos, surge la disputa sobre quién es el más importante en la mesa, quién ocupará el lugar principal. No hace falta mucha imaginación para vernos hoy día ante Jesús planteándonos esto mismo. Quién es el más importante en la Iglesia. ¿El que ocupa el lugar principal, el que rige y gobierna? No, según Jesús el que se hace último y servidor de todos. El “no sea así entre vosotros” debería estar escrito en letras de fuego en nuestros corazones para no olvidar que es el servicio lo que nos distingue, por eso el Papa es el Servus Servorum Dei, el servidor de servidores de Dios.

2 comentarios:

Martín dijo...

Estoy de acuerdo en que la riqueza y el poder son dos de los grandes obstáculos para la vivencia del Evangelio. De ahí la necesidad de una Iglesia pobre y humilde. Sobre lo de la pervivencia de la Iglesia, me permito matizar: si se quiere decir que la Iglesia terrena acaba en la escatología, entonces eso es una obviedad, allí se convertirá en Iglesia triunfante, con el triunfo de su Señor. Si se quiere decir que la Iglesia terrestre debe estar dispuesta a desaparecer, entonces no estaría de acuerdo, ya que su pervivencia hay que leerla a la luz de afirmaciones como "las puertas del infierno no prevalecerán contra ella", o el "yo estará con vosotros todos los días". Recuerdo que un tío mío, buen cristiano, siendo pequeño me contó que a una niña cristiana de un país en el que había persecuciones le preguntaron donde estaría la Iglesia si ella fuera la única cristiana que quedase viva. "La Iglesia sería yo", respondió la pequeña. Lo que nos llevaría a otra cuestión, la de que la Iglesia somos todos (los cristianos). Gracias por abrir estas reflexiones eclesiales.

Bernardo Pérez Andreo dijo...

Gracias Martín por tus matizaciones. Creo quen que la Iglesia, esa sobre la que las puertas del abismo no prevalecerán, debe estar dispuesta a desaparecer (algo así como el color rojo de los cardenales es prefiguración de la sangre martirial que están dispuestos a derramar), aunque eso no signifique que lo haga. La diferencia entre lo uno y lo otra es similar a la diferencia entre el héroe y el suicida. Mientras este último tiene como fin perecer, el héroe pretende lograr su fin aunque perezca. El final de la Iglesia ha de parecerse al de Jesús de Nazaret, que dio su vida y por eso la recuperó con creces. Si la Iglesia antepusiera su pervivencia como el signo de la presencia de la Gracia de Dios en el mundo, entonces habría errado su misión, que es ser sacramento e instrumento del Reino, no el Reino mismo. Es la diferencia entre la Iglesia agustiniana y la Iglesia conciliar.

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