Todas las instituciones humanas han venido a la existencia con el fin de conservar una realidad necesaria para el mantenimiento de lo humano y tiene su base en una realidad de la naturaleza biológica del hombre. Para preservar la reproducción nace el matrimonio y la familia; para evitar la destrucción del grupo por la violencia, aparecen los consejos y tribunales; para preservar el conocimiento, surgen los mitos y los ritos, que son un modo de instituciones. En fin, que todo lo humano, en la medida que es más que lo puramente biológico, tiene que institucionalizarse para pervivir. Todas las instituciones tienen su razón de ser y los medios por los que se perpetúan tienen muchos milenios de existencia. De ahí que, la autoridad que vehiculan las instituciones deba ser preservada. Otra cosa muy distinta es el modo en el que se ejerce esa autoridad, que en el día a día puede llegar a deslegitimarla. Una institución como la Iglesia tiene un carácter muy peculiar, porque su ser no es meramente sociológico, sino que está situada en la dimensión de lo simbólico; es más, en lo sacramental. La Iglesia es sacramento universal de salvación y eso hace que esté cargada con una mayor responsabilidad a la hora de visibilizar esa salvación de la que es portadora. Cuando no visibiliza, sino que cortocircuita esa salvación, la Iglesia se convierte en piedra de escándalo. Como cuando escandaliza a tantos por ciertos comportamientos aberrantes; cuando impide a muchos entenderla como una liberación de la humanidad; o cuando discrimina a parte de sus miembros por motivos que no tienen base en su propia fe. La Iglesia debe ser el fiel reflejo de aquel que le dio su ser: Jesús de Nazaret. Como dijera San Buenaventura, la Iglesia es a Cristo lo que la luna al sol, su reflejo.
La autoridad de la Iglesia se ve mermada cuando no sabe responder con rapidez y diligencia ante ciertos comportamientos de algunos de sus miembros, pero desaparece cuando no es capaz de reconocer que esos comportamientos no son el simple resultado de actos individuales, sino que son el amargo fruto de siglos de alejamiento del Evangelio de Jesús; cuando es incapaz de introducir cambios en su modelo de gestión del gobierno interno; cuando da muestras de lentitud en la actuación y no es capaz de aplicarse a sí misma lo que a otros predica y hasta impone. La Iglesia, en tanto que institución, es necesaria, pero también es necesario que sea capaz de aplicarse a sí misma los criterios evangélicos que propone a los demás, empezando por aquel que recordábamos hace poco: "no sea así entre vosotros". Si el Evangelio es fuente de vida y salvación, vivir el Evangelio "sin glosa", debe ser la única forma de política que aplique la Iglesia, para sí y para los demás. Que la luna no eclipse al sol.
1 comentario:
Vivir el Evangelio sin glosa, como decía San Francisco, está muy bien como ideal que debemos tener siempre presente y servir de crítica de todas nuestras glosas. Porque glosas siempre hacemos. La institucionalización, necesaria como bien dices, es una glosa. La cuestión no son las glosas, sino el tipo de glosas que hacemos. Saludos desde Ibiza.
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