Tras cinco largos años de echar gente de sus casas, el poder político ha reaccionado, empujado por las muertes evitables de varias personas que no pudieron soportar el oprobio, cuando no la simple y llana indigencia, de quedarse en la calle sin ningún lugar que le acoja. Han sido cinco años en los que medio millón de familias han perdido su hogar, donde más de dos millones de personas se han visto afectadas directamente, y dada la aún existente solidaridad familiar, más de cinco millones de personas de forma indirecta, sea porque avalaron con sus bienes, sea porque han ejercido la más pura y simple solidaridad humana. Es decir, casi un cuarto de la población española está afectada por uno de los atentados más sangrantes contra los derechos básicos de las personas, tal es el derecho a un lugar donde vivir, a un techo que le proteja de las inclemencias del tiempo, al hogar, lugar donde los seres humanos nos hacemos tales al amparo del amor parental y bajo la protección y cuidado amoroso de aquellos que nos trajeron al mundo y que nos dan todo lo que nos hace verdaderamente humanos. Sin hogar no hay lugar humano; sin hogar no hay familia plena; sin hogar no hay dignidad social que pueda reclamarse como tal.
Decimos que el poder político ha reaccionado y lo ha hecho como siempre: bajo presión de la ciudadanía o de las circunstancias. En este caso han sido los suicidios, pero estos suicidios, homicidios en realidad, no habrían afectado en nada la indolencia de la clase política si no hubiera existido un movimiento ciudadano que ha ha llevado a cabo el trabajo de la justicia: parar los desahucios de la única manera que es posible cuando el Estado ha abdicado de su función de proteger los derechos de los ciudadanos, especialmente de los más débiles. La Plataforma de Afectados por la Hipoteca ha utilizado las herramientas de la ya larga tradición de desobediencia civil y se ha opuesto pacíficamente a que a la gente se le despoje de su hogar. Y lo ha hecho cargado de razones y con una motivación triple: ética, política y de justicia. La ética ha empujado a este movimiento ciudadano a solidarizarse con aquellos que más sufren las consecuencias de la crisis económica y de las supuestas soluciones que se están adoptando. Mientras la maquinaria estatal sigue ciega a la exigencias de la más elemental solidaridad humana, estos ciudadanos han demostrado ser hombres y mujeres cabales que no pueden considerarse tales cuando a sus semejantes se les expropia injustamente.
Pero también es una cuestión política, sí, aunque no de políticos. Es una cuestión política en su pleno sentido, pues se trata de decidir cuáles son los criterios que conforman la sociedad en la que vivimos. Se trata de decidir si el criterio del lucro y el máximo beneficio es el que gobierna nuestras relaciones sociales, o bien si lo es la justicia y la solidaridad; se trata de elegir entre amparar la inmoralidad de los bancos o apoyar a las víctimas del latrocinio legal; se trata de optar entre los poderosos y enriquecidos, causantes de la crisis con sus políticas estúpidas de especulación en toda regla, y la gente normal y sencilla que solo quiso adquirir un bien de primera necesidad, en las condiciones que se les imponía, que cubre un derecho fundamental reconocido por toda legislación sensata y que forma parte del derecho natural. Se trata, al fin, de aplicar la tradición moderna del derecho positivo que ampara al débil frente al poderoso y no dejar que las normas inicuas inhiban el ejercicio de los más básicos aspectos de la humanidad.
Ahora bien, siendo importantes los dos aspectos anteriores, el más significativo desde mi punto de vista es el de la justicia. Sí, la justicia pura y simple. Cuando los gobiernos anteriores de PSOE y PP cambiaron la legislación para permitir la especulación financiera y de la vivienda, como la Ley del suelo o las modificaciones en la regulación bancaria de finales de los noventa, estaban poniendo las bases para un crecimiento exponencial de los beneficios de los prestamistas y rentistas, siempre que se mantuviera el flujo constante de capitales foráneos. Mientras duró el festín, los de siempre se pusieron las botas, engordaron sus cuentas en paraísos fiscales, presionaron para la reducción de la carga fiscal de los ricos, una reducción que llegó al 90% entre 1990 y 2007, y llegaron a colocarse ellos en la champions leage de la economía mundial. En esta bacanal financiera hubo muchos que aumentaron especulativamente su nivel de vida. Un tercio de la población vivió por encima, no de sus posibilidades, sino de las posibilidades de todos, pero dos tercios de la población apenas lo notó o sencillamente fue excluida del festival económico. Los datos del INE no dejan lugar a dudas en esto. Sin embargo, cuando el flujo de capital externo, principalmente alemán, se secó debido a la implosión de las subprime americanas; cuando el capital europeo quiso recuperar sus inversiones especulativas en el sur de Europa, entonces los políticos estuvieron al quite: rescataron a los bancos, es decir, convirtieron su propia deuda en deuda de todos, pero no hicieron lo mismo con los ciudadanos. Al contrario, se criminalizó a las personas que insensatamente, se les dice, contrajeron deudas que no podrían pagar, y se les dejó en manos de la avaricia más brutal que pueda pensarse, la bancaria.
Ahora, tras las muertes, viene la reacción, una reacción interesada electoralmente, aunque seguro que con alguna preocupación humanitaria. Pero ha sido el parto de los montes del que ha salido un mur ratón. Según lo que ha trascendido, se paralizará por dos años los desahucios de aquellas familias con más dificultades. En la práctica no afectará ni al 10% de las ejecuciones bancarias, esa es la medida de su caridad, más bien cicatería del poder ejecutivo. Bien podría ejercitar la justicia y que los bancos carguen con la parte que les toca. Nadie les obligó a dar la hipoteca, hipoteca que fue evaluada y tasada por sus servicios financieros y con la que esperaban obtener un beneficio, pero en la que corrían el riesgo de no cobrar. Imaginemos por un momento que un prestamista tuviera la absoluta certeza que va a cobrara cualquier préstamo, sea a quien sea y en las condiciones que fueren, en ese caso no habría medidas de prevención a la hora de prestar y eso llevaría al colapso al sistema. Pues eso es lo que ha sucedido. La gente es responsable, pero los bancos también y ahora solo las personas cargan con la cuenta. Hacer justicia es que ambas partes carguen con lo que les toca, pero teniendo presente que la vivienda no es un bien más, es el básico para la existencia de la familia y por ende de la sociedad.
4 comentarios:
Yo escribí y lo repito aquí, por si sirve, que la única salvación decente es la de las personas. La salvación de los bancos me parece una indecencia. Así que, de aquí se concluye qué clase de política se hace. Saludos
El verbo salvar, como bien decías en tu post, no puede aplicarse con propiedad nada más que a las personas. En el capitalismo del desastre que vivimos, el lenguaje ha sido la primera víctima, luego la verdad, pero primero el lenguaje. Cuando se dice que hay que "salvar" o "rescatar" a bancos o a empresas y que hay que hacerlo por el "bien" de la nación o la economía, se está cometiendo un crimen contra el sentido de las cosas. Este crimen primordial, este pecado original es el causante del resto de pecados. A la gente se le lleva como a los gorrinos, con una anilla en la nariz y esa anilla es la avaricia que habita en todos.
Resulta desgarrador contemplar los dramas de familias como la de esos abuelitos que avalaron a su sobrina y ahora se encuentran en la calle. Quizás dos años de tregua. ¿En qué mundo vivimos?. Y lo peor: esa casa saldrá a subasta a precio irrisorio, para que hagan su agosto los poderosos.
En tanto en cuanto el lenguaje es manipulado, la vida es desvirtuada y la palabra solidaridad cae en el olvido.
Peor aún, no es que la palabra solidaridad caiga en el olvido, sino que ha sido raptada por estos buitres. Ahora resulta que los bancos son "solidarios" cuando desahucian porque así puede garantizar que el resto de los españoles puedan acceder a una vivienda. Es el colmo.
Gracias, Checha, por tus comentarios.
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