En la tradición judeocristiana hay una realidad que se repite sin cesar. Como leemos en el libro del Génesis, Dios quiere tomar un pueblo sacándolo de su realidad para llevarlo hacia un lugar distinto con el fin de crear una realidad nueva. El mandato a Abraham "Sal de tu tierra" es un mandato que se extiende a lo largo de la historia. Debemos, siempre, salir del lugar de confort en que estamos instalados para ir hacia la realidad nueva querida por Dios. Por eso, Jesús, en esta misma línea, dirá aquello de "Fui extranjero y me acogisteis". Se trata de uno de los criterios del juicio que Dios realizará a cada uno de nosotros el día del Juicio Final. La acogida del extranjero nos identifica como siervos de Dios. De ahí que esté presente de forma constante en la Biblia. La acogida del extranjero, del emigrante, del que está de
paso, es algo esencial en la tradición semítica. Lo vemos perfectamente
reflejado en los textos del Antiguo Testamento y con total claridad en el
famoso pasaje de Mateo 25: “fui extranjero y me acogisteis”. La acogida del que
no forma parte de nuestro pueblo o de nuestro entorno no era algo absolutamente
usual en el mundo antiguo. El extranjero no tenía derechos y podía ser sometido
a esclavitud, sin embargo, en la tradición hebrea, el extranjero se ha
convertido en una especie de enviado del mismo Dios. Las palabras con las que
se justifica en el Antiguo Testamento la necesidad de la acogida hacen
referencia a la propia historia del pueblo de Israel: “recuerda que fuiste
extranjero”. Abraham dejó su tierra y la casa de su padre para ir a un lugar
distinto donde fue extranjero. Acoger al extranjero es, por tanto, una forma de
recordar quiénes somos y de dónde venimos. El pueblo de Israel es hijo de un
arameo errante que bajó a Egipto. Allí fue esclavizado, en lugar de recibir
atención como un ser humano más. Pero Dios escuchó el lamento de su pueblo
esclavizado en Egipto y bajó a liberarlo. Este es el núcleo del Antiguo
Testamento que hemos heredado por medio de Jesús los cristianos. El pueblo
hebreo y la tradición cristiana es consciente de este origen de la fe. Dios
tomó a un grupo de nómadas semitas, extranjeros oprimidos en tierra extraña,
para hacerlos su pueblo, constituir con ellos una realidad alternativa al orden
mundial. El nacimiento de los grandes imperios en Mesopotamia y Egipto supone
el auge de un mundo marcado por la injusticia y el pecado estructural. Como
alternativa a este mundo de pecado, Dios toma el deshecho social, los
descartados por el mundo, los extranjeros, para hacer de ellos su pueblo y
constituir en medio del mundo una realidad distinta de gracia y misericordia.
Los textos del libro del Éxodo y del Levítico son muy
claros: Dios toma un grupo de nómadas esclavizados, los saca de la esclavitud y
los lleva a un lugar donde pueden vivir una situación radicalmente opuesta.
Pueden crear una comunidad donde rijan la misericordia y la justicia. Así se
intentó, pero pronto cayeron en el mismo pecado estructural del mundo de los
imperios: corrupción, opresión, injusticia y muerte. De ahí que se dieran leyes
como el Año Sabático y el Año Jubilar para que periódicamente se retornara a la
situación de inicio, se repartieran las tierras y se librara a los esclavos por
deudas, condonando las mismas. Los textos recuerdan constantemente que el
pueblo fue extranjero, que la tierra pertenece a Dios y que ellos son usufructuarios
de los bienes de este mundo. Los hombres somos, según esta concepción, como
extranjeros en este mundo, somos, todos, peregrinos. Estamos de paso y todo lo
que hagamos lo hacemos para vivir en plenitud no para poseer y acumular. El
paradigma de la posesión lleva a considerar al otro como un extraño y a
utilizarlo en mi propio beneficio. Mientras que el paradigma del éxodo
considera al otro como prójimo y a la tierra como un don que nos ha sido dado
para compartir y vivir en plenitud.
El Éxodo es el paradigma que permite entender la voluntad de
Dios. Dios quiere que los hombres vivan la misericordia y el amor en el mundo y
para ello deben estar saliendo constantemente del paradigma de pecado en el que
el modelo imperial ha sumido al mundo. Este paradigma de pecado entiende el
mundo como una posesión y a los otros como competidores en este mundo. El
extraño, más aún, debe ser convenientemente asimilado, destruida su alteridad.
Sin embargo, desde el Dios que se manifiesta en el Éxodo, el otro, el extraño,
es el trasunto de lo divino. Por medio del otro, del extranjero, del emigrante,
del pobre molido a palos en el suelo, del oprimido, entra en este mundo la
realidad divina. Por eso siempre debemos estar abiertos al otro, al extraño,
porque puede ser un enviado del cielo, un ángel en nuestra vida, como los tres
que visitaron a Abraham en los terebintos de Mambré. Hoy, también, el otro, el
extranjero, el emigrante, el refugiado, es un enviado de Dios a nuestro mundo
de pecado para recordarnos que la Tierra es de Dios, que nosotros somos
usufructuarios de la misma y que todo lo que existe es un don puesto a nuestra
disposición para servirnos unos a otros. Así lo expresó Jesús: “yo estoy en
medio de vosotros como el que sirve”. El servicio es la base del paradigma
exodal, un paradigma que tiene en la misericordia y el amor, en la caridad, su
máxima expresión.
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