Todos los años que van ya de este siglo XXI están marcados
por un cierto giro en lo que atañe a la cuestión de la secularización. Si el
último tercio del siglo XX estuvo determinado por una ferviente fe en la
secularización como un producto necesario del proceso modernizador, los últimos
años del siglo vieron nacer una propuesta a la que se sumaron insignes
representantes de la propuesta secularizadora. Ahora, se decía, los datos
demuestran que la modernidad no está reñida con el auge de la religión. Es más,
se ve que algunas de las muchas modernidades van de la mano de una religiosidad
en aumento, con grupos religiosos boyantes y con religiones que no solo
aumentan el número de fieles, sino que expanden sus dominios; la fuerza de la religión en el ámbito público es cada vez
mayor.
Entre los nuevos conversos estuvo Peter L. Berger, que
determinó el nuevo lenguaje con su obra Desecularization.
Con el mismo fervor con el que defendió la secularización como proceso
irresistible de la modernidad, ahora defendía la desecularización como proceso
vinculado a la modernidad en el ámbito del pluralismo. Esta era la salvedad,
que el auge de la religión va unido a la extensión de un pluralismo que, éste
sí, sería la clave para entender la modernidad. El pluralismo ayuda, en cierta
medida, al crecimiento de la religión, pero, también en cierta medida, pone en
cuestión las tradiciones particulares. Es decir, el pluralismo es lo que hay
que pensar. Por eso, en su última obra, Los
numerosos altares de la modernidad, vuelve a dar un giro a su
planteamiento, aunque solo de 90º. Acepta un cierto auge de las religiones,
pero estas quedan embargadas por el pluralismo de iure, no solo de facto,
que se extiende en la sociedad. Esta situación es la que hay que seguir
pensando, si queremos plantearnos correctamente nuestro ser cristiano en un
mundo donde el pluralismo es la marca distintiva. Un pluralismo que rebaja las
ambiciones de las religiones y que pone en su sitio a sus pretendidos
dirigentes. Como dijera Hume hace más casi tres siglos, no hay verdad más
cierta que la necesidad de la religión para el ser humano, pero no hay mayor
prudencia que alejar el poder de manos de los sacerdotes, de todos los
sacerdotes.
Pues bien, clarificar la fe y dar razón de la esperanza sigue siendo un mandato de la fe, pero mi perspectiva particular parte del hecho de que el
proceso secularizador es un bien para la fe cristiana, es más, la modernidad y
la aneja secularización, son hijas legítimas del cristianismo, como bien lo
expuso en su extensa obra Hans Blumenberg, pues el cristianismo es, en su
núcleo, un proyecto anticlerical, contra los clérigos que se apropian de la
medición entre Dios y los hombres mediante templos, ritos, mitos y dogmas. En
Cristo, sacerdote único y eterno en la línea de Melquisedec, no hay otro
sacerdocio que el servicio y la entrega hasta la cruz. El servicio, la
diakonía, es el verdadero y único sacerdocio. La Iglesia, en tanto comunidad de
los que viven en Cristo por la presencia del Espíritu Santo, es sacerdotal,
toda la Iglesia. En ella, hay quienes sirven la mesa, quienes sirven la
palabra, quienes sirven a los pobres, quienes sirven… todos son servidores del
único amor que se entrega hasta el extremo. En Cristo, todos somos sacerdotes y
sacerdotisas de la religión del amor y el servicio.
Por esto, la modernidad, y su proceso secularizador, vino a
poner las cosas en su sitio. A la Iglesia le costó tiempo darse cuenta de que
la kénosis a la que le obligaba la modernidad era su verdadero ser: no poseer
reinos, no poseer riquezas, no ser dueña de privilegios; servir a todos desde
el último lugar. El proceso de secularización es necesario para cualquier
religión, porque la historia, nos diría el de Edimburgo, nos enseña que cuando
la religión, cualquiera, se halla en situación de poder o privilegios, oprime
al hombre. Véase el Islam en ciertos países, véase el cristianismo en ciertas
épocas, véase cualquier religión cuando gobierna.
Las preguntas que yo me haría son estas: ¿Dar razón de
nuestra esperanza tiene algo que ver con obtener posiciones de poder o tiene
que ver con una propuesta radical de amor y justicia? ¿Plantear los principios
de la fe es sostener una verdad incólume o proponer el diálogo como ser íntimo
de lo humano donde Dios se evidencia en el mismo proceso dialógico? ¿La actitud
apologética es defender la fe en tanto contenido, o defender el contenido
originario de la fe, es decir, el amor como servicio y entrega radical en la
cruz de Cristo, que opone a la lógica de este
mundo una lógica de la cruz, un logos
stauros?
Estas preguntas son puntos de partida para una discusión con lo que se ha presentado como nueva apologética, siendo Olegario González
de Cardedal uno de sus iniciadores en España. Creo que mi propia posición es opuesta a esta tercera apologética, la determinada en gran medida por la radical ortodoxy. Hubo una primera
apologética que fue un fracaso para el cristianismo, pues al intentar rebatir
los ataques al cristianismo entró en su propio terreno y asumió, como dijera
Ricoeur, el lenguaje y el ser del discurso gnóstico. La Iglesia, nos dice
Ricoeur, se hizo casi gnóstica. En la apologética primera, el cristianismo tomó
el camino de la ósmosis con el Imperio romano. En la segunda apologética la
Iglesia fortalece las posiciones relativas al dogma, se construye a la contra:
contra los luteranos crea un septenario sacramental que constriñe la
experiencia originaria de la realidad sacramental universal, contra la
secularización moderna, la Iglesia crea una armadura dogmática que la reduce a
un actor en disputa por el poder; contra el liberalismo, la Iglesia se hace más
autoritaria y retrógrada. La tercera apologética está en camino de convertir la
fe cristiana en un producto más en el supermercado del consumo del Imperio
Global Posmoderno. Paradójicamente, esta nueva apologética, al entrar en el
debate como uno más acepta el pluralismo de base de la modernidad del que habla
Berger, pero lo hace para incidir en la bondad y superioridad del cristianismo
en un mundo determinado por las relaciones de producción y consumo en las que
todo producto debe ser vendido y comprado. Parece olvidar que solo el que tiene
el número de la Bestia puede comprar y vender, es decir, que entrar en el
proceso de debate sobre la superioridad de la fe es hacer el juego al Imperio,
justo lo contrario que querría la ortodoxia radical, pero justo lo que
consigue. La verdadera y única apologética cristiana hoy es vivir el servicio y
la entrega absolutas hasta la cruz, con un programa radical que suponga una
transformación del mundo, como nos ha indicado el Papa Francisco en Laudato Si’.
El Papa Francisco, con sus dos revolucionarios textos, Evangelii Gaudium y
Laudato Si', ha mostrado un camino para una defensa de la fe que es, siempre, defensa
del amor, la justicia, el bien común y la persona humana. Ninguna apología de
la fe puede olvidar que no hay nada verdaderamente cristiano que no sea
verdaderamente humano, pues la encarnación supone la plena inserción de lo
humano ampliado: materia, naturaleza y sociedad, en lo divino. Elaborar una nueva apologética es tener
presente siempre que el tiempo es superior al espacio, que la realidad es más
importante que la idea, que la unidad prevalece sobre el conflicto y que el
todo es superior a la parte y a la suma de las partes. El verdadero peligro no es la secularización, ni el
pluralismo, ni el ateísmo militante. Como indica Francisco, el mal más profundo
del momento actual es el relativismo práctico y la lógica del mercado, que la
lógica de usar y tirar también a las personas, la lógica que mercantiliza a los
seres humanos, la lógica que deja a las fuerzas invisibles del mercado que
regulen la economía y dejan fuera del ámbito de la dignidad humana a los
descartados de la sociedad.
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