La imputación global de la contaminación al “ser humano” se
ha convertido en un mantra que los medios de comunicación repiten ad nauseam. “El hombre está contaminando
los océanos con sus residuos plásticos”; “El ser humano es el animal más dañino
para el medio ambiente”; “Los hombres estamos produciendo un aumento de
emisiones de CO2 compatible con un cambio climático abrupto”, son frases que se
pueden oír o leer a diario, atribuyendo a la humanidad en su conjunto la
contaminación del planeta. Pero, estas afirmaciones no están contrastadas por
los datos, porque para hacer afirmaciones categóricas deben ser
convenientemente cotejadas con los datos de que disponemos. Y esos datos dicen
algo totalmente diferente, más allá de que sería una simple verdad de Perogrullo
que son seres humanos los responsables de la contaminación. Lo importante es
que no son todos los seres humanos por igual.
En la imagen que acompaña este texto puede verse con
meridiana claridad quiénes son los que ciertamente contaminan este planeta.
Huelga decir que toda actividad humana, incluso en épocas tan poco sospechosas
como el paleolítico, es productora de contaminación, aunque fuera mínima. El
problema estriba en qué contaminación producimos y si el sistema ecológico es
capaz de reciclarla o no. Veamos el gráfico de copa de champagne que relaciona la riqueza de la población, situada
en la vertical por deciles de riqueza, y la cantidad de emisiones de CO2 en la
horizontal medida como porcentaje del total de emisiones. Con absoluta nitidez
comprobamos que el 10% más rico de la población mundial emite el 49% del CO2 a
la atmósfera, mientras que el 50% más pobre apenas es responsable del 10% de
emisiones. Dicho en otros términos, una pequeña parte de la población mundial,
750 millones de habitantes, que es la élite global, es acreedora de la mitad
del calentamiento global producido, luego no es “el ser humano”, no son “los
hombres” los responsables del cambio climático, en todo caso son algunos
hombres y mujeres, los más ricos, los responsables; bastaría con que ese 10%
redujera sus emisiones al nivel medio del resto de la humanidad para que
empezáramos a mejorar la situación extrema en que nos encontramos.
A estas alturas el 90% de los lectores de este texto ya han
pensado que soy un iluso si considero que la élite mundial va a reducir sus
emisiones de CO2, pues para eso son los que gobiernan este planeta, para
permitirse el lujo y la ostentación responsables de la mayor parte de las
emisiones de CO2. Su descomunal nivel de vida se sustenta en el sistema
financiero global que es el dueño, por vía directa o indirecta, del sistema
productivo que consume el petróleo y carbón, donde se esconde el CO2 que ese
mismo sistema y el necesario transporte liberan. La sociedad de consumo y
despilfarro es la base donde se sostiene la riqueza de la élite, por tanto, no
son los seres humanos los responsables de las emisiones, es el sistema
económico y social creado para producir y reproducir la riqueza de la élite
global. Dicho de otro modo, es el sistema capitalista neoliberal el responsable
de la degradación medioambiental, el cambio climático y el calentamiento
global. Solo si subvertimos este sistema será posible que la humanidad no acabe
modificando de manera irreversible un sistema ecológico que se antoja frágil
ante la potencia absoluta de la avaricia atendida por la tecnología y
propulsada por una economía que en palabras del actual Papa, mata.
Todos contaminamos, cada uno según su posición en el orden
mundial, cada cual según sus posibilidades, pero no es “el hombre” quien
contamina, es la estructura mundial socioeconómica la responsable. Un sistema
centrado en satisfacer necesidades respetando el equilibrio ecológico podría
permitir que todo el mundo tenga al menos lo necesario sin necesidad del
despilfarro y el lujo que nuestro planeta no se puede permitir. Pero, para que
ese sistema pueda implementarse necesitamos, en primer lugar, exorcizar a la
mayor parte de la humanidad, poseída por un espíritu inmundo de consumo y
despilfarro inoculado por el modelo productivista que vive cual parásito en
nuestros más íntimos deseos, hasta el punto de que no somos capaces de pensar
más allá de ese espíritu.
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