Siglos ha teníamos conjuros para todo. Conjuros para el mal
de ojo; conjuros contra el pedrisco; conjuros para enamorar y conjuros para
desenamorar; conjuros, al fin, para implorar que la divinidad no nos mire mal.
Estos conjuros se componían de rezos y rituales más o menos elaborados que se llevaban a cabo especialmente
allí donde existían instrumentos considerados aptos para ahuyentar a los
espíritus malignos, por ejemplo, en Caravaca, donde se conserva uno de los
extrañamente abundantes «lignum crucis» que hay por todo el mundo y donde se
practicaba, y aún hoy al parecer se practica, un conjuro para exorcizar el mal.
La idea que subyace a estas prácticas es que existe una batalla entre el Bien y
el Mal. El Mal actúa por medio de sus fuerzas demoníacas para hacer daño a las
personas. El Bien debe actuar por medio de personas y objetos en los que la
fuerza sanadora está presente o que son capaces de ser mediaciones de esa
fuerza. Se trata de una concepción dualista
y agonista del mundo: la realidad es un campo de batalla donde los seres
humanos apenas somos marionetas en manos de fuerzas poderosas que nos superan y
que nos utilizan para sus luchas eternas. Tenemos ejemplos de esta concepción
del mundo en diversas culturas. La concepción griega es la más cercana: los
dioses en el Olimpo se solazan contemplando las luchas de los hombres en las
que ellos toman partido; desde allí se ríen de las penalidades humanas y siguen
con su vida inmortal, sin más preocupación que buscar entretenimiento para sus
inmorales vidas. Esta concepción del mundo es, en el fondo, nihilista y
pesimista.
El cristianismo, desde su origen judío, cree que el mundo es
el lugar donde los seres humanos podemos relacionarnos con Dios por medio de la
realidad natural y social, de prácticas de amor y misericordia y del compromiso
con la justicia y la bondad social. Nuestra visión del mundo se opone
radicalmente al dualismo agonista que reflejan ciertos rituales que, como
reliquias de un mundo extinto, perviven aún entre muchos fieles y sacerdotes
cristianos. Aquella imagen del mundo es la responsable del clericalismo que
arrastramos pesadamente en la Iglesia y del que no logramos despojarnos. Cuando
seguimos insistiendo en rezos, ritos y conjuros como fórmulas válidas para
relacionarnos con el mundo, natural o social, lo que hacemos es negar al Dios
que se manifestó en Jesús de Nazaret, al que por toda intervención en el mundo expresó
su compromiso con los últimos de la tierra muriendo en la cruz, instrumento de
tortura del Imperio romano. Si los conjuros tuvieran algún efecto deberíamos
pensar que Dios es un tacaño cicatero que no quiere dar la salud a sus hijos
hasta que no cumplan con su voluntad y que nosotros no somos más que infantes
dependientes. La madurez humana entre los creyentes implica tomar en serio a
Dios, al mundo y a sí mismos, por tanto, considerar al ser humano como libre,
al mundo como orden con leyes propias y a Dios como bondad suprema. Todo lo
demás se sigue de aquí.
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