Uno de los casos más interesantes de la neurociencia de los últimos dos siglos fue el de Phineas Gage, un obrero que construía la línea de ferrocarril de Nueva Inglaterra. De forma accidental, mientras estaba inclinada sobre un agujero lleno de pólvora, se disparó el proyectil que había en su interior, una barra de hierro puntiaguda y de casi un metro de longitud. La barra de hierro salió despedida con tan mala fortuna que vino a incrustarse en el pómulo inferior del desdichado y salir por la parte superior del cráneo, atravesándole el ojo. Aunque nadie lo podía explicar, el accidentado sólo sufrió un ligero desvanecimiento, pudiendo recuperar la movilidad y caminar inmediatamente.
Gage fue observado durante años y pudo comprobarse cómo todas sus funciones vitales seguían intactas, a pesar de que había perdido masa encefálica de manera visible. No vio alteradas ni sus facultades cognitivas ni lingüísticas ni tan siquiera las laborales. Lo que sí pudo comprobarse fue su incapacidad de mantener su puesto de trabajo. En realidad, lo que cambió fue su personalidad. Se volvió irascible, poco fiable e irresponsable. No podía mantener la palabra dada ni sus compromisos. En todo momento se dejaba llevar por sus impulsos, no pudiendo diferenciarlos de lo que socialmente se esperaba de él. A nivel fisiológico seguía siendo el Phineas Gage que todos habían conocido, pero a nivel emocional no tenía nada que ver con la persona que era antes del accidente.
Los análisis realizados recientemente a su cráneo conservado en Harvard permitieron la reproducción de los daños cerebrales por ordenador. Las lesiones se produjeron en la región frontoventral mediana del cerebro, precisamente la zona del cerebro que se ocupa de las habilidades sociales, tales como la conducta, la asertividad o el respeto a los demás, es decir, lo que entendemos como conducta moral. Esto viene a mostrar que lo que entendemos como conciencia, interioridad o alma, tiene un punto de apoyo muy importante en el cerebro, que no es algo que esté como flotando por el cuerpo ni pueda ser separado de él. La conciencia moral depende de estructuras neurológicas sin las que es imposible que se desarrolle. La honradez, el sentimiento de culpa o las decisiones morales están localizadas en esa zona del cerebro que perdió Gage. Sin ella, somos incapaces de una conducta moral tal como la entendemos.
Este caso, junto a otros tantos que han podido documentarse con posterioridad, demuestran que la corporalidad humana es la clave de inserción de las estructuras espirituales y que su unión es mucho mayor de lo que un cierto regusto platónico permite afirmar dentro del cristianismo corriente que estamos acostumbrados a padecer. Este dualismo que permite separar lo material de lo espiritual sin ningún tipo de problema y como con una absoluta naturalidad, es el que está haciendo más daño al cristianismo actual. Si podemos separar lo material de lo espiritual, eliminamos la posibilidad de la resurrección de los muertos; si afirmamos la pervivencia de una realidad no física más allá de la muerte, prescindimos de la esperanza en la reivindicación de las víctimas, despojadas como han sido de su realidad física y moral.
Quizá el cristianismo es más material de lo que muchos creen, precisamente desde la resurrección de la carne que profesamos en el credo; quizá lo que muchos toman por cristiano no es sino una mera parodia burlesca del mismo.
1 comentario:
Me alegro de que des a conocer este tipo de datos y de reflexiones que, poco a poco, van siendo accesibles al público hispano. Hay ya una buena colección de libros en castellano y en algunas otras lenguas peninsulares, poco conocidos, que ofrecen reflexiones muy interesantes sobre la relación de la teología con las ciencias. No toda la realidad se reduce a lo biológico, pero sin lo biológico no se entiende de ningún modo la personalidad y la conciencia. Por decirlo con un ejemplo muy sencillo: cuando a mi alguien me dice que el amor es una reacción química, respondo: sin duda algo de eso hay en el amor, pero el amor no se reduce a lo químico.
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