Dice el filósofo emperador, Marco Aurelio: “al amanecer, cuando de mala gana y perezosamente despiertes, acuda puntual a ti este pensamiento: ‘Despierto para cumplir una tarea de hombre.’ ¿Voy, pues, a seguir disgustado, si me encamino a hacer aquella tarea que justifica mi existencia y para la cual he sido traído al mundo” (Meditaciones V, I). No sólo son palabras sabias, sino que están muy cerca de la conciencia cristiana. El ser humano, cada uno de nosotros, ha nacido con una misión que cumplir que hace que nuestra vida tenga un sentido en sí misma, sin necesidad de buscarle sentido externo en aquellos reclamos del mundo hiperconsumista en que vivimos o en los sucedáneos habituales: trabajo, familia, diversión… Estos no son los que dan sentido a la vida, es la conciencia de misión la que unifica y nuclea nuestra existencia, de modo que el trabajo, la familia o la diversión pueden tener una referencia que les hace ser algo superior a la mera realización de un acto repetitivo y anodino. Si quitamos la conciencia de misión, convertimos la vida en algo azaroso, casual o accidental y perdemos el rumbo del propio ser.
Decía Borges que toda casualidad no es sino una cita, pero para poder comprender esto hay que tener una clara conciencia de unidad de la propia existencia dentro de un universo ordenado a un fin. Se hace imposible para el hombre hipermoderno vivirlo así, a lo sumo acepta que ser forma una familia para no estar solo, que se trabaja como medio de obtención de ingresos y que se divierte para salir de la rutina de una vida sin finalidad ni intención. De esta manera, la familia se transforma en un agregado de soledades, el trabajo en una actividad meretricia y el esparcimiento en una perversión de la voluntad. Acabamos con el objeto de la propia vida y nos mostramos como viles gusanos arrastrándonos ante nuestros jefes, engañando a los que amamos y mintiéndonos a nosotros mismos. Y todo esto en un ambiente putrefacto de corrupción moral y perversión espiritual.
Tenemos una misión, tienes una misión. Tu vida posee un valor intrínseco que has de descubrir, no inventar ni crear como afirman los gurús del capitalismo: el hombre hecho a sí mismo, el hombre que se lo ha ganado todo con su trabajo, el hombre que no debe nada a nadie. Pobres diablos estos capitalistas que no son capaces de conocer la entrega, el don, el agradecimiento. Si miraran más allá de sus tristes vidas monetarias, se darían cuenta que habitan una mundo que ha necesitado 4.600 millones de años para ser creado como hoy lo vemos; que todo el petróleo que llena los depósitos de sus vehículos procede del inmenso regalo provocado por un meteorito hace 65 millones de años: la muerte rápida de aquellos seres gigantes otorgó la posibilidad de un mundo mejor para los hombre; que el oxígeno que respiramos es el residuo vital de seres vivos durante miles de millones de años: un regalo precioso para la continuidad de una vida superior; que el calcio que forma nuestros cuerpos proviene de los habitantes del océano que lo sintetizaron en sus cuerpos; que el hierro de nuestra sangre no es sino una mera casualidad cósmica.
Nuestra misión es asumir este mundo, esta vida, como un don precioso que se nos da para disfrutarlo y extenderlo, para que el amor del que nació todo fluya por el universo, para que la imagen de aquel que todo lo hizo se esparza hasta los confines del ser, para que Dios sea todo en todas las cosas, entonces se fundirán los cielos y la tierra y el mar no existirá y todo será Nuevo.
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