martes, 14 de febrero de 2012

Sobre la agresión

El etólogo Konrad Lorenz publicó un libro en 1966 que hizo época: Sobre la agresión. El pretendido mal. En él analizaba las causas del instinto de agresión en los animales y proyectaba los resultados hacia la conducta humana. La agresión no es un mal sino algo imprescindible para que la propia vida animal pueda desarrollarse. Son nuestras consideraciones morales las que deben poner límites a la violencia, no a la agresión. Por supuesto, el término es entendido sin ningún contenido moral, solamente conductual. Todo ser vivo debe poseer este instinto, de lo contrario desaparecería. Pongamos un simple ejemplo. Un animal sin instinto de agresión dejaría de buscar su propia defensa y eso le costaría, con toda seguridad, la vida. O, también, si es incapaz de adoptar la agresividad para la búsqueda de comida o de pareja, sus genes no pervivirán mucho tiempo. El instinto de agresión es el fundamento de la supervivencia de los individuos, y por tanto de las especies. En el ser humano está asociado a la pulsión de vida, como diría Freud, a Eros y opuesto a Thanatos. Es decir, un ser humano sin instinto de agresión sería poco más que un pelele que ha renunciado a vivir y que se somete a lo que la vida le proponga en cada momento. Sería alguien que está más muerto que vivo.


La actitud vital de la mayoría de occidentales, especialmente de los españoles, se acerca mucho a la falta de instinto de agresión y a la pérdida de la pulsión de vida. Un ejemplo de ello lo estamos viviendo con esto que gustan llamar crisis y que no es sino un mecanismo de adocenamiento de la población para reformar completamente el status quo vigente desde el fin de la guerra del 45. El consenso se está imponiendo de forma progresiva y sistemática. Primero fue la supuesta necesidad de rescatar al sistema financiero con fondos públicos. Acto seguido vino el endeudamiento de los Estados para hacer frente a tan descomunal rescate. Sin solución de continuidad siguieron las quiebras de los servicios públicos, apoyadas en la lógica neoliberal de restringir lo público y bajar los impuestos a las clases altas. Destruido el modelo de financiación del Estado de bienestar, sólo queda demoler el edificio legal y ahí se inscriben las reformas legales iniciadas por el anterior gobierno y continuadas, a marchas forzadas, por el actual.

Primero fue la modificación constitucional para introducir una norma que impide la acción política en el actual marco legal, al coartar la libertad de una fuerza política de aplicar aquellas decisiones de inversión y gasto que crea convenientes. Pero lo de ahora es aún más grave. La actual reforma laboral supone la desaparición del marco legal que permite poder hablar de justicia dentro de las relaciones laborales y nos retrotrae a la situación previa a la crisis del 29, cuando las relaciones laborales estaban marcadas por la ley del más fuerte, el empleador. Según lo que dice el decreto de reforma laboral, el empleador puede realizar modificaciones sustanciales en la relación laboral. Esto quiere decir que una vez firmado el contrato, una de las partes puede unilateralmente modificarlas, atendiendo a criterios económicos, de productividad o de organización empresarial, criterios estos que, de facto, suponen la arbitrariedad hecha ley. A partir de ahora, los trabajadores quedamos expuestos a la "bondad" del empleador. Si decide que por organización de la producción, te baja el sueldo un 10% y te reduce la jornada laboral un 30% y necesita que trabajes dos horas los sábados por la mañana, no te queda otro remedio que aceptarlo o marcharte con 20 días de indemnización por año trabajado con un máximo de 9 mensualidades. Antes, esto mismo le habría costado 45 días con un tope de 42 mensualidades. Si te vas y te paga, puede contratar a otro en tu puesto que, en determinadas condiciones le puede suponer un ingreso de 3.000 euros y un ahorro fiscal de hasta 9.000, unido a la segura rebaja del salario, pues contrataría con peores condiciones. En la práctica, esta reforma supone una invitación a eliminar los contratos fijos antiguos y convertirlos todos en los nuevos precarios. A la vuelta de dos años no quedarán trabajadores con contratos dignos y todos seremos ya semiesclavos.

Esta situación sólo nos deja una salida digna: sacar la pulsión de vida, el instinto de agresión y defender nuestra vida y la de nuestros hijos. En los próximos meses veremos si estamos vivos o en coma irreversible.

2 comentarios:

checha dijo...

Desde siempre me han indignado los ataques indiscriminados a la figura del funcionario público. Mi respuesta fue, ha sido y será: ¡envidia cochina!. La figura del funcionario ha sido desprestigiada hasta tal punto, que hoy son para la mayoría una ristra de vagos y aprovechados de la situación especial de la que gozan: tener un empleo digno (algunos no tanto) y permanente.
El sistema capitalista actual se ha empeñado en quitarlos gradualmente del mapa, en eliminar la estabilidad laboral, que es elemento fundamental para conseguir trabajadores dignos, satisfechos y capaces de invertir, también en el bienestar de los demás.
Los que no funcionan no son los funcionarios, sino los sistemas de inspección, los medios de poner límites a la injusta prevaricación de "unos pocos". Sí, son muy pocos los que incumplen sus cometidos y duermen el sueño de los intocables. Pues es a estos cuantos a los que hay que dar un toque, a los que se ha de obligar a permanecer en constante vigilia.
Una sociedad tendente a crear precariedad en el empleo, a dejar obsoletos los más básicos derechos de los trabajadores, conseguidos a lo largo de tantos y tantos años, de tantas y tantas luchas, no puede crear más que insatisfacción e infelicidad.
Si algo habría que tener como meta última en el terreno laboral, sería precisamente ir ampliando las posibilidades de convertir a los trabajadores en funcinarios públicos, en definitiva en personas, y no en robots programados para luchar, violentar, aniquilar a sus compañeros, por miedo a perder las cuatro migas que les tiran desde las alturas.

Bernardo Pérez Andreo dijo...

Sí, pero contra los que van son contra los funcionarios futuros, no los actuales. Son inteligentes y piensan a cincuenta años vista. Si no tocamos, se dicen, el puesto de los de hoy no se movilizarán. Se trata de ir disminuyendo la provisión de plazas y de sustituir lo público por lo privado. A la vuelta de diez años no quedará nada del Estado de Bienestar, sólo algunas obras de caridad que, por desgracia, muchos que se dicen católicos buscan.

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...