Todos, de niños, hemos jugado con cualquier cosa que se pusiera a nuestro alcance. El juego, en el niño, es la base para la construcción de la personalidad, para el encuentro con los otros, para el contacto con el mundo. La realidad humana nace del encuentro lúdico con las cosas, con los objetos, con las personas; antes de llegar a ser persona cabal, el hombre es homo ludens. En interés, la búsqueda del lucro, el afán por acumular son posteriores. Si alguien pudiera imaginar un niño en el que esto fuera previo al juego, al desinterés, al olvido de sí en medio de las cosas, entonces no hablaríamos de un niño, sino de un monstruo. Sería un ser cerrado sobre sí mismo, en búsqueda constante de satisfacer un ego desbordado, con una mirada especular, vítrea, incapaz de penetrar en las cosas, viendo únicamente el reflejo de se deseo inmoderado en ellas. Un ser así no merecería ser considerado un humano. Pues bien, esto es lo que está sucediendo en la actualidad con la mercantilización de la existencia.
Cuando en nuestra infancia se nos ocurría jugar con los alimentos, especialmente con el pan, nuestra madre, especialmente las abuelas, nos decían aquello de "con el pan no se juega" (tengo un recuerdo muy vivo de mi abuela María haciendo la señal de la cruz al pan y besándolo, no podré olvidar el gesto que se marcó a fuego en mi conciencia). Aquella orden, como todas las normas, servía para establecer un criterio de demarcación entre lo que podía ser objeto de juego o lo útil, y aquello que debía ser respeto porque está por encima de nosotros mismos. Se trata de una forma de sacralización de lo real: hay cosas, objetos, seres y acciones que no están a nuestra disposición y que deben ser respetadas. Aquí reside el secreto para la existencia de cualquier humanidad digna de este nombre y por ello la no observancia de estas normas nos lleva a la pérdida de la condición humana y a un mundo más parecido a un kaos que un kosmos.
El modelo social actual, la globalización capitalista, es lo más parecido a un kaos en el sentido etimológico. En ella no hay límites al lucro, al beneficio, al uso y abuso de las cosas, los objetos, los seres y las acciones. Todo es posible, no hay normas ni leyes, no existen prohibiciones ni impedimentos, nada es sagrado, excepto la búsqueda del lucro sin importar las consecuencias. Hijo de este mal es la práctica de algunos comercios de tirar los productos antes de donarlos para su aprovechamiento. En el fondo no es más que aplicar la lógica del capitalismo: si algo es mercancía no puede ser regalado, entonces se pierde oportunidad de negocio. Se ha llegado a la máxima expresión del fetichismo de la mercancía, que es su vaciamiento como objeto con valor de uso y su entronación como medio para el valor de cambio puro. Una bandeja con seis huevos que ha recibido un golpe es una pérdida de beneficio, el consumidor no la comprará, pero si esa bandeja la regalo pierdo otra ocasión de negocio, pues este se basa en la satisfacción de las necesidades reales o ficticias de los consumidores. Regalar un producto, aun caducado, es satisfacer gratuitamente una necesidad y perder ocasión de beneficio. De ahí que algunos comercios apliquen la máxima.
Si Mercadona, por ejemplo, se ve empujado por la presión de los consumidores a donar los alimentos y productos perecederos a organizaciones benéficas, lo hará únicamente como otra oportunidad de negocio, es decir, lo hará como marketing que amplíe la imagen corporativa, no porque haya visto que los alimentos no son mercancía. Para ellos, los alimentos son mercancía y las personas clientes, y punto. Ahora bien, si conseguimos que una empresa tan potente como esta genere buenas prácticas empresariales, habremos obtenido la victoria sobre la lógica del lucro, a pesar de la conciencia corrupta de los propietarios. Abrir caminos a la comunión de bienes, a la consideración de las cosas como medios para el servicio entre hermanos y a la fraternidad universal, siempre es positivo. Por eso he iniciado una campaña de recogida de firmas para que Mercadona no tire los alimentos y los done a organizaciones benéficas. Es poco, pero una campaña similar consiguió sacar de la programación de Tele5 un programa abyecto.
2 comentarios:
Sobre este particular tengo mi propia opinión. No me gusta usar ropa gastada por otras personas, aunque de niño heredé de mi hermano mayor. Tampoco compro alimentos con fecha de caducidad próxima o vencida.
En mi parroquia repartimos ropa que la gente desecha, y alimentos que nos entregan, porque la necesidad obliga.
Debiéramos ser más exigentes, y pedir que se entregue ropa a estrenar, alimentos en óptimas condiciones y juguetes nuevos.
Para dar lo que no nos sirve no se inventaron las medallas.
Bernardo, no sólo he firmado tu estupenda propuesta, sino que además, sin haber leído tu artículo, he publicado esta mañana una entrada en mi blog: SON HABICHUELAS CONTADAS, en la que incluyo el enlace que me enviaste por correo electrónico para incitar a la gente a que la firme.
Mi opinión al respecto es la siguiente: Hay hambre, verdadera necesidad. Todos estamos moralmente obligados a compartir, a dar. Si damos lo mejor,mejor para nuestra conciencia. Pero aún si damos lo que nos sobra, ya estamos dando al que no tiene, ya estamos cubriendo una necesidad, lo cual no carece de valor ni para el donante ni para el receptor. Y además, en ambos casos estaremos situados por encima de los miserables que no sólo no dan, sino que además explotan, despojan a la gente de los bienes más primarios, de ese pan nuestro de cada día.
Por esta razón, enhorabuena por tu propuesta, por tu compromiso social y tus palpables esfuerzos por movilizar a tantos y tantos acomodados pasivos.
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