Hay un
pasaje bien conocido en el libro del Génesis que relato el motivo por el que la
humanidad hubo de abandonar la situación paradisíaca en que habitaba en los
albores de su existencia. Al principio, los hombres vivían de la caza y
recolección, sin tener que dedicar apenas 2 horas diarias a las preocupaciones
alimenticias y de sostenimiento del cuerpo. Era una situación idílica en la que los hombres vivían en consonancia
con la hermana tierra, pero algo sucedió que cambió los parámetros vitales.
Un deseo inmoderado de obtener más de lo que necesitaban les llevó a tomar de
los frutos que no estaban inmediatamente a su alcance. Un susurro corrió entre ellos, algo así como un seréis como dioses si sois capaces de acumular recursos para
satisfacer cuanto os propongáis. Nada os frenará, conoceréis los arcanos
del mundo y vuestro poder no tendrá límites. Desde entonces, la humanidad vio
como el paraíso habitado se tornaba un duro erial al que había que arrancar con
esfuerzo los bienes que les permitieran existir.
Andando el
tiempo, otro pasaje bíblico nos cuenta que en un momento crucial de la
historia, en medio de un pueblo sometido por la mayor expresión del seréis como dioses, el Imperio romano,
viene al mundo, en una familia sencilla y humilde, aquel que es la imagen
perfecta del Amor y la Solidaridad de Dios para los hombres. Aquel que fue el
proyecto de origen para los hombres; aquel que no quiso ser como dios, porque era Dios mismo hecho hombre para llevar a los
hombres a la verdadera y única divinidad posible: ser hijos de Dios. Jesús transformó el seréis como dioses en seréis
como hijos y por ello hermanos, demostrando que sois, os movéis y existís en
Dios. La Encarnación del Hijo es la plenitud de la perfección de la
humanidad, quebrada por el anhelo irrefrenable de acumular y obtener bienes a
costa de lo que fuere: de los hermanos o de la naturaleza. Ese deseo inmoderado
llevó a la ruptura, pero el Hijo, haciéndose hombre abrochó la sima que se
había abierto entre los hombres y entre ellos y Dios, hasta el punto de que
todos podemos volver a construir el paraíso perdido, el Reino de Dios.
En su vida
entre nosotros, Jesús puso las bases
para ese Reino: una nueva mesa donde se sientan por derecho propio los
excluidos sociales, los enfermos, las prostitutas, los publicanos, los
pobres y oprimidos. Es una mesa nueva que genera unas nuevas relaciones
familiares y que permite crear una nueva sociedad donde todos somos hermanos y
compartimos la vida y los bienes, lo que somos y lo que tenemos. Por eso, la Navidad es el momento más propicio
para reactualizar la vida y obra de Jesús, de llevar a cabo la Eucaristía
perfecta: ser uno en Cristo porque compartimos lo que somos y lo que
vivimos. Ser hijos de Dios y por tanto hermanos.
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