Para no terminar de perder la senda de la humano en este mundo debemos cambiar el paradigma tecnocrático neoliberal por otro distinto. Un cambio de paradigma empieza cuando se ponen en cuestión
los dogmas que lo sustentan. Los dogmas que sustentan nuestro paradigma
tecnocientífico son el productivismo y consumismo junto con la satisfacción del
deseo. Estos dogmas tiene su apoyo en la ausencia de límites, físicos, éticos y
sociales. Por tanto, lo que hay que hacer para cambiar el paradigma es poner
límites, delimitar lo humano. Eso debe hacerse a nivel personal y a nivel
social para que tenga efecto. Un paradigma no cambia si la mentalidad de la
gente no cambia. Es más, el cambio de paradigma es el cambio de la mentalidad,
que luego transforma la sociedad.
Hay que decirlo con claridad, no todo vale, no todo está
permitido, no puedes hacerlo todo. Se trata de proponer nuevamente los imperativos
categóricos kantianos. Cada uno de nosotros debe convertirse en legislador
universal, de modo que la máxima de nuestra acción pueda ser ley universal.
Como lo dice Hans Jonas, “obra de tal modo que los efectos de tu acción sean
compatibles con la permanencia de una vida humana auténtica en la Tierra”. Esta
es su versión positiva, en su versión negativa dice así “No pongas en peligro
las condiciones de la continuidad indefinida de la humanidad en la Tierra”. Sin
embargo, hay una expresión más apropiada del propio Jonas, “Incluye en tu
elección presente, como objeto también de tu querer, la futura integridad del
hombre”[1].
Estos nuevos imperativos para una civilización tecnológica
implican introducir el límite en las acciones humanas. Para que los efectos de
nuestras acciones sean compatibles con la
vida humana auténtica no puedo consumir sin límite, deberé mirar antes
quién, cómo y en qué condiciones lo ha producido; si esas condiciones son
compatibles con la sostenibilidad del Planeta y con la dignidad humana. Para no
poner en peligro la continuidad
indefinida de la humanidad deberemos limitar la producción sometida a la
tiranía del crecimiento ilimitado y exponencial. Cualquier cosa que crece a un
ritmo del 2% anual, como es el caso de la producción global mundial, se duplica
en treinta y cinco años. Es ilusorio pensar que el Planeta va a resistir este
ritmo de producción, es incompatible con la continuidad indefinida de la
humanidad.
Más importante aún es incluir en nuestras elecciones presentes la futura integridad del hombre,
esto sí que implica un límite absoluto a nuestro deseo y el fin del relativismo
práctico, el fin del capitalismo. El paradigma capitalista neoliberal se
asienta sobre la ignorancia de las consecuencias futuras de nuestras acciones
presentes. Introducir el límite de la integridad futura del hombre, no de la
mera supervivencia, sino de la conservación de lo que el hombre es
íntegramente, es romper con la lógica relativista. Que mis hijos y nietos pueda
vivir de un modo digno como hombres, en un ambiente natural benigno y en una
sociedad justa es un límite radical, no ya a mis acciones, sino, lo más
importante, a mi querer, a mi voluntad. No puedo quererlo todo, porque
cualquier cosa no es compatible con la existencia humana íntegra en la Tierra.
Aquí vamos a la raíz del mal actual, pues se trata de la voluntad. Una voluntad
pervertida solo se deja arrastrar por sus deseos convenientemente exacerbados.
Una voluntad sana, que tiene presente en todo momento las consecuencias de sus
acciones, limita su deseo y lo limita a las necesidades de humanas, necesidades
que deben ser las menos posibles: vivienda, alimento, vestido, cultura,
educación, sanidad y comunicación. Estas son las necesidades de indigencia que
dijera Santo Tomás actualizadas al mundo actual[2].
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