En la era de la postverdad no es
cuestión menor definir los términos de un debate, pues así evitaremos que se
pretenda una resignificación que vacíe de contenido la crítica que podamos
hacer[1].
Hemos definido la corrupción en otro lugar siguiendo a la Real Academia de la
Lengua y a Transparencia Internacional
como “el abuso de poder otorgado para obtener un beneficio privado” y “en las
organizaciones, especialmente en las públicas, práctica consistente en la
utilización de las funciones y medios de aquellas en provecho, económico o de
otra índole, de sus gestores” (La corrupción no se perdona, Madrid 2017, 23). Ampliando ahora
esta definición para abundar en el sentido de bien común privatizado, nos
acercamos a su etimología. Si analizamos la palabra en latín es corruptio, término compuesto de un
prefijo, com, asimilado a cor, que significa conjunto, global,
común; una raíz, rumpere, que
significa destruir, hacer saltar o romper; y un sufijo, tio, que significa acción o efecto de. Si lo unimos todo, el
significado preciso es la acción de romper lo común, o, en otros términos, la
corrupción es la destrucción del bien común, por supuesto, en beneficio de un
lucro privado.
Como vemos, la corrupción es, en
esencia, la privatización o apropiación privada o privativa de los bienes
comunes, sociales, colectivos o públicos. Esta apropiación se puede llevar a
cabo de muchas maneras, ya sea mediante el robo, el fraude y la estafa, o
mediante el soborno o el clientelismo. Pero, la forma sistémica con que se ha
llevado a cabo por el neoliberalismo en las supuestas democracias liberales nos
lleva a una estructura corrupta que ha puesto los bienes comunes al servicio
del lucro privado de las élites, las corporaciones y las oligarquías,
destruyendo a su paso las estructuras políticas y jurídicas que permitían
hablar de bien común en las democracias liberales. No es casual, como reconoce
Labaqui (2003: 2) que “durante los ’90 se produjo una verdadera irrupción de la
corrupción. Tanto en países en desarrollo como industrializados…”. Sin embargo,
este autor no saca las consecuencias del hecho de que los noventa sean los años
de implementación del neoliberalismo y achaca la corrupción al subdesarrollo de
la libertad económica. Por otra parte, Sui, Feng y Chang (2017) analizan la
corrupción en 107 países entre 2002 y 2013 y llegan a la conclusión de que hay
una correlación, un contagio dicen ellos, de la corrupción entre países que
están en la misma zona geográfica e, incluso, que tienen el mismo PIB. Esto nos
dice, claramente creemos, que la corrupción depende del modelo económico
aplicado. La revisión de este trabajo citado nos permite ver que los países
donde se extiende la corrupción coinciden en el modelo económico y difieren en
cultura, tradición y costumbres. No podemos estar de acuerdo con el magnífico
texto de Warren (2005), cuando afirma que la extensión de la democracia y el
control de la sociedad civil son el antídoto contra la corrupción, que, según
él, sería “el mal comportamiento de la política”. No es así, la corrupción
depende de las estructuras ideadas por el neoliberalismo y que ha infiltrado la
democracia. No puede ser la misma democracia quien elimine la corrupción cuando
ella es corrupta. Los datos de España que aporta González Sanz (2013) apunta en
la misma dirección que nosotros estamos proponiendo. La corrupción aumenta en
España a partir de la aplicación de las políticas neoliberales más duras, es
decir, desde 1996 en adelante, cuando España genera la burbuja de la
construcción que debilitará las políticas sociales y creará en la ciudadanía el
humus necesario para aceptar la corrupción como una forma natural de acción
política y social. Ahora bien, debemos analizar cómo llegamos a esto.
Creo que la explicación puede
buscarse en la confluencia de dos elementos distintos que provienen de nuestra
larga tradición occidental. Cómo fue posible que durante la era nazi los
alemanes consideraran normal lo que sucedía en su país. Cómo es posible que
cualesquiera súbditos acepten lo que se les imponga como algo normal. La
explicación la tenemos en la servidumbre liberal de la que habla Beauvois
(2008), en la estela de Étienne de La Boétie y en la banalidad del mal de
Hannah Arendt (1999). Con estas dos propuestas explicativas podemos comprender
el hecho de que la corrupción haya sido aceptada como una realidad económica y
política en las democracias neoliberales. Así, Hannah Arendt escribió Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la
banalidad del mal. Su pretensión nace del intento por comprender el abismo
que separa la vulgaridad del personaje, Eichmann, y la barbarie de sus
crímenes. En todo momento, este nazi se considera a sí mismo un mero militar
que obedece órdenes. No analiza las consecuencias de esas órdenes, las cumple,
sin ningún tipo de remordimiento. El mal se hace de forma institucionalizada y
sistemática, sin necesidad de que las personas que ejecutan ese mal sean
conscientes del daño producido o se sientan responsables. El mal se extiende
como una estructura moral que ciega a los verdugos ante el sufrimiento
infringido a las víctimas Arendt (1999: 398-399). Esta institucionalización del
mal, dice Arendt, requiere de la complicidad social. Arendt distingue en Los orígenes del totalitarismo las
condiciones para que unos simples ciudadanos se transformen en los responsables
del mal que hemos podido contemplar. La pérdida de valores es el marco común en
el que se dan las condiciones para surja un nuevo tipo de criminal (Arendt,
1987: 404). Esto, unido a la burocratización de la vida en cierto tipo de
regímenes, nos permite comprender cómo es posible que se extienda el mal sin
apenas notarse. De ahí que los crímenes contra la humanidad “son el resultado
del proceso de transformación de los seres humanos en funcionarios, como en el
caso de los oficiales SS, de todo régimen burocrático” (López, 2010: 5). El
relativismo en el ambiente crea las circunstancias para que los seres humanos
puedan caer en el nihilismo cínico que afirma que cada cual vaya a su propio
beneficio. De estos son muchos de los que formaron parte de los nazis. Pero, el
problema para Arendt son las enormes mayorías que hoy llamaríamos silenciosas,
esa gente común que acepta los usos y costumbres que se les imponen y que no se
hacen preguntas. Pues bien, el mal se extiende, principalmente, por esta
banalización que se produce entre la gente común, que acepta lo que sucede sin
cuestionamientos morales.
La banalidad del mal de Arendt
puede ser una explicación a lo sucedido en la Alemania nazi que es extensible
al problema estructural de la corrupción. La corrupción neoliberal no se ha
llevado a término sin la colaboración activa o pasiva de la ciudadanía. Unos
han colaborado entusiastamente porque se beneficiaron de la desregulación, la
privatización y la destrucción del estado. Son los cínicos nihilistas que
surgen al calor del relativismo práctico que ha denunciado el Papa Francisco en
Laudato Si’, un relativismo que “es
la misma patología que empuja a una persona a aprovecharse de otra y a tratarla
como mero objeto, obligándola a trabajos forzados, o convirtiéndola en esclava
a causa de una deuda. Es la misma lógica que lleva a la explotación sexual de
los niños, o al abandono de los ancianos que no sirven para los propios
intereses” (2015: 123). Este relativismo práctico lleva a confiar “en las
fuerzas invisibles del mercado para regir la economía”, dice el Papa, una
economía que mata (Papa Francisco, 2013: 53) y que pone los intereses privados
por encima del bien común, especialmente de los más pobres. La corrupción se
produce gracias a que el relativismo práctico genera actitudes egoístas de
búsqueda del propio lucro en una parte de la sociedad, pero también, y con
mayor incidencia, porque la enorme mayoría de la población no hace nada para
evitarlo, aceptando acríticamente lo que se les propone. Aquí es donde hay que
introducir la temática de la servidumbre voluntaria que La Boétie analizara
hace dos siglos y que Beauvois ha actualizado estudiando la servidumbre
liberal.
Los pueblos tienen tendencia a
someterse voluntariamente a los gobernantes, sean cuales sean. La peor tiranía
no se produce porque haya muchos individuos tiránicos, sino por la pasividad de
demasiados sumisos. Si unimos estas dos reflexiones podemos explicar cómo la
corrupción se ha extendido hasta pudrir las democracias neoliberales. Según
Beauvois (2008: 33) hay una alianza que “ha adulterado desde hace tiempo las
prácticas democráticas, habiendo sido infectados los sistemas democráticos por
el liberalismo con una forma renovada del virus de la servidumbre voluntaria”.
Beauvois se apoya en los experimentos de Milgram (1980) sobre cómo la autoridad
puede apagar en los individuos la moral y obligarles a infligir castigos a un
sujeto al que desconocen. Sin embargo, los seres humanos, en la era neoliberal,
han sido sometidos a un concienzudo experimento científico social para
conseguir reducirlos a meros instrumentos del poder. Las sociedades han sido
conducidas a la indiferencia ante los males que se les aplican. Se les ha
aplicado una especie de doctrina del shock (Klein: 2007) para destruir cuanto
de instinto de rebelión pueda existir y llevarlas hacia un sistema que ha
corrompido la misma esencia social.
Las democracias neoliberales son,
en sí mismas, un oxímoron. No puede haber una democracia real bajo el sistema
neoliberal, pues el neoliberalismo se basa en la destrucción de los bienes
comunes bajo el lucro privado. Esta es la corrupción esencial del
neoliberalismo que ha destruido las democracias y lo ha hecho mediante la
implantación de una especie de banalidad de la corrupción, acompañada de una
inducción de servidumbre voluntaria. Las democracias actuales deberán quitarse
este lastre si quieren seguir siendo democracias y tendrán que reinventar los
patrones de conducta de sus ciudadanos, pues es imposible que el mismo tipo de
ciudadano que ha colaborado en la extensión de la corrupción como estructura y
sistema sea el que lo elimine. Hará falta algún tipo de catarsis colectiva o una
metanoia social.
1
[1]
Para una correcta comprensión del término ‘postverdad’, consúltese con
aprovechamiento Rubio (2017), La política de la posverdad, Política
exterior (176) 58-67. La era de la postverdad no es la
implantación de la mentira o la falacia en política, es la introducción de
elementos no racional en el discurso político, de modo que las verdades son
tantas como el público sea inducido a creer, o tantas como actores las expongan
en público. Es decir, la era de la postverdad es más una era de relativismo que
una era de falacia.
*Arendt,
H. (1987). Los orígenes del totalitarismo.
Madrid: Alianza.
*Arendt,
H. (1999). Eichmann en Jerusalén. Un
estudio sobre la banalidad del mal. Barcelona: Lumen.
*Beauvois,
J-L. (2008). Tratado de la servidumbre
liberal. Análisis de la sumisión. Madrid: La oveja roja.
*González
Sanz, G. (2013). Cifras y datos sobra la corrupción en España, Crítica (989), 14-18.
*Klein,
N. (2007). La doctrina del shock. El auge
del capitalismo del desastre. Madrid: Paidós.
*Labaqui,
I. (2003). Las causas de la corrupción: un estudio comparado, Colección (14), 155-196.
*López,
M. (2010). Arendt, Eichmann y la banalidad del mal, Arbor (742), 287-292.
*Papa
Francisco. (2013). Evangelii Gaudium.
Exhotación apostólica postsinodal sobre el anuncio del evangelio en el mundo
actual. Roma:
http://w2.vatican.va/content/francesco/es/apost_exhortations/documents/papa-francesco_esortazione-ap_20131124_evangelii-gaudium.html.
*Papa
Francisco. (2015). Laudato Si’. Carta
Encíclica sobre el cuidado de la casa común. Roma:
http://w2.vatican.va/content/francesco/es/encyclicals/documents/papa-francesco_20150524_enciclica-laudato-si.html.
*Rubio,
D. (2017). La política de la posverdad, Política
exterior (176) 58-67.
*Sui,
B., Feng, GF. & Chang, CP. (2017). The pioneer evidence of contagious
corruption, Quality & Quantity (51),
1-24. doi:10.1007/s11135-017-0497-4.
*Warren,
M.E. (2005). La democracia contra la corrupción, Revista mexicana de ciencias sociales y políticas (193), 109-141.
Este texto forma parte del artículo Pérez Andreo, Bernardo, "La banalidad de la corrupción. La perversión de la democracia neoliberal", en Verdad y Vida LXXV 270-271 (2017) 437-450.
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