Cuando el mundo occidental tomó el seguro camino de la
ciencia para controlar la realidad, predecir las consecuencias de la naturaleza
y poner a su servicio las fuerzas que gobiernan el mundo natural, abandonó, o
quiso abandonar, los dos caminos por los que trastabillaba la humanidad desde
sus mismos albores: la magia y el milagro. La magia, de forma extendida en
todas las culturas, es el resultado de creer que hay fuerzas ocultas que
gobiernan la naturaleza y que pueden ser puestas al servicio de aquellos que
encuentren algún tipo de mediación o de médium, en este caso el mago, que es
capaz servirse de su poder. El milagro, en su acepción común, ruptura puntual
de las leyes naturales, es una versión institucionalizada de la magia, pero en
la tradición cristiana se ha entendido como la irrupción de la fuerza divina
que causa una ruptura en el mundo natural, de tal manera que el milagro está
asociado con la intervención arbitraria de Dios en la naturaleza o en la vida
de las personas. Magia y milagro, en el sentir común, apenas se diferencian, y
son dos formas de enfrentarse a nuestra falta de conocimiento de lo real o al
misterio que inevitablemente está presente en nuestro mundo. La ciencia habría
tenido la pretensión de desterrar esta visión de la realidad tachada de supersticiosa e implantar una imagen del
mundo cabal y, como no, racional. Pero, tal espuria pretensión
no es sino la expresión de la hybris
denunciada en el capítulo segundo del Génesis,
cuando el conocimiento absoluto se convierte en tentación factible.
Paradójicamente, la sociedad posmoderna hipertecnificada
está más cerca de la magia y del milagro que de la ciencia. Es como si el
millón de años largo de evolución del homo
sapiens le hubiera dejado la marca de una necesidad imperiosa de hallar
sentido a cualquier precio, aunque este sentido que encuentra no sean más que
meras suposiciones extraídas de cábalas que conectan unos hechos con otros
creando la ilusión de la causalidad, como bien dijera David Hume. En los genes
de la humanidad está tan inscrita la necesidad de alimentarse y reproducirse
como la de crear mapas de sentido para explicarse la realidad, es decir, la
metafísica. Frente al mundo que nos aporta la ciencia de hoy, quizás demasiado
aséptico, incluso aterradoramente vacío, el ser humano reacciona repoblándolo
de seres ocultos y fuerzas ignotas que serían las que en verdad rigen nuestras
vidas. No otra cosa está detrás de la proliferación de casas de juego online y
de múltiples templos de la suerte; la magia y la espera del milagro personal
hacen estragos entre los mortales cuando se enfrentan al sinsentido de un mundo
hosco y frío.
En el mundo actual, el uso y abuso del conocimiento
científico y su aplicación técnica nos ha llevado a una posición como especie
comprometida y ambigua. De un lado, tenemos el conocimiento suficiente como
para poner todas las fuerzas de la naturaleza a nuestro servicio; podemos crear
y destruir, someter y liberar. Pero, a la vez, esta fuerza poderosa en nuestras
manos exige de un contrapeso más intenso aún. Como indicara hace más de
cuarenta años Hans Jonas en El principio responsabilidad,
necesitamos nuevos imperativos categóricos que nos permitan sobrevivir como
especie en la sociedad hipertecnificada. Somos capaces de extraer de
profundidades abisales el líquido que mueve la sociedad, donde la tectónica de
placas lo creó hace millones de años. Podemos levantar bosques enteros en Canadá
para extraer el bitumen allí oculto. Nuestros súper pesqueros arrastran miles
de toneladas de peces vaciando los mares en pocas semanas. Un desierto alberga
ciudades monstruosas que deben movilizar ingentes cantidades de recursos. Cada
día se trasladan millones de personas de una punta a la otra de la Tierra
propulsados por motores que rompen el equilibrio atmosférico. Todo esto y mucho
más, sucede sin que cada uno de nosotros sea consciente de sus consecuencias.
Solo sé que mi vehículo puede desplazarme cada día, que mi nevera está llena de
alimento o que puedo ir de vacaciones a Cancún el próximo verano. Pero, no soy
consciente de que para que esto sea posible, los grandes bancos de peces han
sido casi esquilmados, la extensión de las tierras de cultivo se ve
paulatinamente reducida y la atmósfera sufre cambios progresivos que rompen con
su anterior equilibrio. No soy consciente, en fin, de que mi vida en esta
realidad socioeconómica tiene consecuencias globales e, incluso, definitivas.
El peso de la responsabilidad me aplastaría de ser consciente.
Ante la incapacidad de imaginar las consecuencias de nuestra
propia existencia, ante tamaña desproporción entre la vida cotidiana y las
consecuencias planetarias que acarrea, el homo
sapiens solo sabe refugiarse en la magia o el milagro. Como antaño se viera
sobrepasado por la magnitud de los cielos, la fuerza de la naturaleza, el poder
de la vida y la ineluctable muerte, el ser humano hoy se ve sobrepasado por las
fuerzas que lo empujan hacia el abismo, ciertamente evitable, pero cada día más
cercano. Confiamos en que la ciencia resolverá mágicamente el problema de la contaminación. Imaginamos vehículos
limpios que nos permiten seguir con la vorágine diaria. Nos entusiasma creer
que es posible la sociedad de consumo sin sus consecuencias funestas. Mera
ilusión, por eso recurrimos al pueril pensamiento mágico. O bien, lo fiamos
todo a un milagro final que nos saque de esta situación. Se piensa en un deus ex machina que resuelve la obra en
el último acto y todo termine como en Hollywood, con el Happy end.
No será así. Tenemos la ciencia y la técnica para resolver
nuestros problemas materiales, pero necesitamos de la conciencia ética, de la demanda, como diría Simon Critchley, infinita, que es lo que nos hizo
ciertamente humanos. Lo humano, tanto en
el relato del Génesis como en el
decurso evolutivo, está determinado por la responsabilidad ante las propias
decisiones. Sin ella habría sido imposible la perfección evolutiva del homo sapiens, se habría quedado en un
mero homo rapiens (John Gray). Como nos cuenta el relato
bíblico, Dios creó un jardín para situar al ser humano, un lugar capaz de
alimentarlo y de darle la inquietud estética (árboles sabrosos y bellos), pero también le dio al ser humano una
tarea, cuidar el jardín, y una responsabilidad, no comer de dos árboles. La
disposición a responder por sus actos hace al homínido un homo sapiens, pero la i-responsabilidad,
lo hunde en la nuda animalidad. Lejos de la magia y del milagro, el ser humano
debe tomar la carga de su responsabilidad y actuar en consecuencia.
Artículo publicado en La Opinión de Murcia, 19-10-2018, p. 29 (https://www.laopiniondemurcia.es/opinion/2018/10/19/magia-milagro-sociedad-hipertecnificada/964373.html).
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