Si algo resulta importante para el hombre de estos tiempos en los que vivimos es la necesidad imperiosa de salir de su mismidad y lanzarse hacia lo otro. Sólo de esta manera tendrá remedio su locura suicida. El ensimismamiento del hombre occidental hipermoderno le lleva a vivir el momento y poner su deseo en lo fugaz y transitorio, sin percibir la riqueza que hay a su alrededor y devorando todo lo que se pone a su alcance. Entre las cosas que devora hay una especialmente peligrosa y que resulta muy dañina para sí mismo y para la existencia misma de la humanidad: la novedad. Nos sentimos llamados hacia todo lo novedoso, nos mostramos como abducidos por las luces brillantes que parpadean ante nosotros en cualquier escaparate digital de la sociedad líquida. Somos incapaces de resistirnos al impulso de lo nuevo. Todo lo nuevo es bueno por definición y lo queremos a toda costa. No paramos hasta conseguir el último modelo de cualquiera de los productos que se ofrecen a nuestros deseos de consumo desaforado.
No basta con satisfacer una necesidad, se trata de satisfacer la necesidad de novedad. Es imposible mantener en un límite las necesidades que percibimos porque la novedad no tiene límite. Siempre surge algo que es “lo más nuevo”, “lo último”. La publicidad saber explotar esto a la perfección, poniendo ante nuestros ojos las novedades que hemos de adquirir. De no sucumbir al acto consumista, nos sentiremos frustrados y carentes de realización vital. Pero cuando se produce la adquisición, suben los niveles de bienestar y la euforia nos invade… durante breves instantes, justo hasta el momento en que se pierde la novedad y el producto pasa al conjunto de útiles inservibles, de objetos pasados de novedad, de símbolos de lo que deseamos y no hemos podido obtener. El ansia de novedad es el motor que mueve la máquina infernal del consumo. Esa avidez está relacionada con nuestra incapacidad social para experimentar la vida como propia y con nuestro miedo a la muerte como incapacidad de consumar la vida. Consumimos como sucedáneo de la consumación de la existencia. Diríamos somos consumidores de novedades porque somos incapaces de consumar el acto de vivir nuestras existencias personales.
Esto me lleva a recordar que Jesús de Nazaret fue un hombre que supo consumar su vida hasta el extremo y lo hizo en una sociedad dura y difícil, aunque no estaba poseída por el espíritu del consumismo. Sin embargo, Jesús fue considerado por los puros de la sociedad como un ser impuro por su ascendencia. En el Evangelio de Juan (14,8) se le dice, por parte de los que se tenían por puros, que él era “hijo de prostitución”, que es la traducción más benévola de la porneias griega. La tradición rabínica recuerda que le llamaban Jesús ben Pantera, por una supuesta relación de su madre con un soldado romano, de esta manera explicaban la extraña concepción de María. En fin, Jesús era tenido, según los cánones de pureza de la Misná judía, por híbrido, es decir, por persona incapaz de demostrar su ascendiente paterno. Impuro e híbrido era la consideración que en tiempos de Jesús tenían los dirigentes sociales, políticos, religiosos y económicos de su época.
Impureza e hibridación son las realidades que nos salvarán en este siglo que hemos empezado. Ambas nos permitirán vivir una existencia plena alejada de presiones sociales y dictados economicistas sobre nuestras vidas. Lo impuro busca la mezcla con lo otro, lo diferente; busca la hibridación de las formas de pensar, sentir, vivir, amar, estar en el mundo. Esa es precisamente la acción del Espíritu: hibridar lo puro; hacer de uno dos; de dos uno; y también de dos tres.
2 comentarios:
Es cierto. Actualmente se vive a base de lo nuevo, de poder ir satisfaciendo ese gusanillo que da poder conseguir el último grito de lo que sea. Se trata de un cúmulo de pequeñas satisfacciones que se van tan rápidamente como llegan, son tan fugaces que apenas hemos conseguido una ya estamos buscando la siguiente, porque al fin y al cabo son satisfacciones que no llenan nada. Bueno sí, llenan de vacío, utilizando una feliz expresión que te leí en un post anterior. Creo que hemos de intentar redescubrir la riqueza de lo cotidiano, de lo rutinario (en el mejor de los sentidos), de nuestro día a día, porque en definitiva la vida es eso. Aquellos que necesitan ir llenando sus vidas de novedades, de vorágine, de actividad, etc., a mi entender se pierden lo mejor. Lo verdadero de la vida creo que sólo se puede encontrar desde la serenidad, desde el reposo, desde la paz. Y esto no se puede confundir con pasividad, ni mucho menos, pues la verdadera y constructiva actividad no surge de un no parar, sino de un hacer sereno y constante con un fundamento adecuado, fundamento que para mí se encuentra en ese estilo de vida que comentaba.
" Contamínate, mezclate conmigo..." el estribillo de una conocida canción. Todos somos puros, hechos de Pura Claridad Divina. O si se prefiere todos estamos contaminados de Gloria y Gracia Divina. Y de Historia. Unos más trás-lúcidos. Otros más o-paca-dos. Pero todos somos Luz. Nos diferencia el grado de consciencia que tenemos de Lo- Eterno. Mientras traspasaremos la insatisfacción de lo no-Plenitud de objeto en objeto en plan lacaniano. Algunos hasta llegar a la inmersión plena en la nausea- nihilista, a veces un iluminador pasar página, de Encuentro en la Presencia. Puro, solo Dios. La Creación, incluida la Humanidad, "con-tamiz-ada". Las purezas de raza ya sabemos donde conducen...y ójala queden en el siglo pasado, a pesar de los repuntes -brotes secos- aquí y allá.¡ Dios lo quiera! Un cordial saludo
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