Nunca como hoy ha estado en cuestión el valor mismo del ser humano; el propio ser humano es cuestionado desde varios ámbitos de la realidad social. La ciencia lo convierte en un animal de laboratorio para obtener los resultados requeridos; la economía lo interpreta como un productor y, sobre todo, un consumidor; la filosofía tiende a verlo como un fantasma que inquieta sus reflexiones; la religión, muchas veces por desgracia, lo reduce a un número en una estadística de prosélitos. Y el ser humano languidece por falta de situar su propio valor, aquella altura en la que estuvo encaramado, con un cierto aire de prepotencia, en los albores de la modernidad, allá por el renacimiento, cuando el hombre fue la medida de todas las cosas, de todo lo habido en el universo, de las cosas que son, en tanto que son, y de las que no son en tanto que no son.
Creemos imprescindible restituir al ser humano el valor de ser, si no ya la medida de todas las cosas, al menos medido con aquella medida que está en su origen: el amor incondicionado del Amador-a por excelencia. Con esta medida tendremos que el ser humano cobra su propio valor de Aquel quien es su origen. El ser humano, proviniendo de la Amador-a, es así amado-amante. Esta es la definición que queremos poner en el frontispicio de una reflexión creyente en tiempos de crisis. Si no somos capaces de dar al ser humano todo el valor que posee, difícilmente podremos plantear cualquier tipo de alternativa, creyente o no, a la crisis en que nos ha sumido la deriva postmoderna donde la globalización de la riqueza está intrínsecamente unida a la localización de la pobreza, o con el “palabro” acuñado por Zygmun Bauman: la glocalización.
Tendremos que ver qué resultados nos ha aportado la ciencia después de cinco siglos de revolución científica. Quedan ya lejos los tiempos en que la ciencia negaba a Dios y subyugaba el resto del saber humano bajo el imperio del conocimiento objetivo de los hechos. Hoy la ciencia es más “humilde” y se dedica a su verdadera función: servir al hombre mediante el estudio de los distintos ámbitos de la realidad natural, social y personal. Al cumplir esta función, la ciencia deja sus veleidades pseudofilosóficas y cumple con el refrán de zapatero a tus zapatos. Así la ciencia nos ayuda a situarnos en nuestra posición de mediadores de la creación. El hombre se ve a sí mismo como el punto central de un diálogo abierto entre el mundo natural y el espiritual, construyendo una realidad que va más allá de sí mismo y que lo abarca hasta el fin de los tiempos.
La filosofía y la religión tienen mucho que decir en este camino. Sin esas dos ramas del ser hombre sería imposible llegar hasta la cima del valor humano. La filosofía a modo de reflexión teórica que desbroza el camino que la ciencia ha ido marcando, la religión como práctica concreta de un modo de vida que está en el mundo en construcción. Las dos unidas pueden realizar un servicio impagable a la humanidad; pero ambas por separado son como zapatos sueltos en una zapatería, apenas tienen utilidad. Sin la filosofía, la religión se torna un conjunto de ritos sin más fuste que la repetición neurótica; sin la religión, la filosofía deviene una charla de café para eruditos del saber racional. Unidas, como lo estuvieron en su origen antes de los Platón y compañía, pueden ofrecer una vía de escape a este mundo en cierre por derribo.
El valor de ser humano está enraizado en su origen, pero debe desarrollarse mediante las prótesis que se nos han dado: la ciencia, la filosofía y la religión, en hermandad perfecta, en ayuda mutua. El hombre será entonces como Dios, sin atisbo de serpientes.
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