El templo de Jerusalén es una realidad que va en contra de las tradiciones veterotestamentarias más entroncadas con el Éxodo y los profetas. Dios no necesita ningún templo, excepto los corazones de los fieles, como tampoco necesita ningún rey, pues los reyes oprimen a los pueblos. Sin embargo, Israel se dotará de un rey y de un templo, como los pueblos vecinos. De esta manera pasará a ser como el resto de pueblos donde las élites oprimen al pueblo y utilizan el templo para la extracción de esta riqueza. Cuando Jesús entra en el templo de Jerusalén tiene palabras muy duras contra él. Expulsa a los mercaderes que ahí estaban negociando con las cosas sagradas. El templo era el símbolo de la perversión del judaísmo, el símbolo de que el pueblo ya no se parecía en nada a lo que Dios quiso tras sacar de Egipto a los esclavos y darles la Torá. Destruir el templo, aunque sea simbólicamente como hizo Jesús, era una necesidad para liberar al pueblo. Es evidente en los evangelios que Jesús realizó una destrucción simbólica del templo y esa fue la causa próxima de su condena. Las élites se asocian para eliminarlo y buscan cualquier treta para ello. Como no pueden acusarlo de blasfemia, lo acusan de aquello que los romanos más temen, ser rey. En el imperio romano sólo hay un rey, señor y jefe, el César. Cualquier otro debe ser eliminado en la cruz.
Por otro lado, en el imperio romano, los templos eran lugares para ejercer muchos de los actos públicos que se realizaban en una ciudad. En Éfeso estaba el templo de Artemisa, el Artemisión. En él se realizaba gran parte de la vida pública. Los habitantes de la ciudad hacían rogativas, realizaban promesas y cumplían con los exvotos. Al parecer, todos los que habían obtenido el favor de la diosa ofrecían dinero y otros vienes al templo, aunque también ofrecían la imagen de lo que habían obtenido, por ejemplo piernas y brazos de barro en señal de la curación. Era muy importante para la ciudad el culto a la diosa y si algún grupo no lo seguía podía arrastrar la ira de la diosa contra la ciudad. Era el caso de los cristianos, muy mal vistos por no participar en el culto. Pablo les anima a no comer de la carne de los ídolos, a no venerar las imágenes, a no participar en las procesiones, en definitiva, a no participar de la idolatría del imperio que servía como medio para imponer la injusticia y la barbarie de las élites contra la inmensa mayoría.
Esta era la verdadera razón por la que los cristianos eran tan mal vistos y perseguidos, no participaban de la piedad imperial, piedad que simbolizaba la estructura de pecado del imperio romano y en la que los cristianos no podían participar, pues su pertenencia social no era al imperio de Roma sino al de Dios. Según Pablo, los cristianos son ciudadanos del cielo, es decir, su ciudadanía, su pertenencia es al Reino de Dios y no al Reino del César.
¿De qué me suena a mí todo esto?
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