Hay una frase del protagonista de la película Wall Street, Godon Gekko, que se ha hecho proverbial para entender
el mundo de hoy: la codicia es buena. Sin codicia, el capitalismo no sería
posible, porque su base es quererlo todo y quererlo ya, ir a la máxima
velocidad a la hora de acaparar recursos y riquezas. Sin codicia, las personas
no buscarían más de lo que necesitan, no querrían ser como dioses, sino que se
conformarían con comer de los árboles permitidos. La codicia nace de las
palabras de la serpiente en el Edén, palabras que resuenan en el corazón del
hombre y que le llevan a buscar más de lo que necesita y a buscarlo sin parar
en las consecuencias para otros o para el Planeta. La codicia es, por tanto, la
base de la desigualdad, pues unos pocos, muy pocos, utilizan todos los medios a
su alcance y su poder para obtener cada vez más parte de los recursos de
nuestro planeta. Esto es lo que ha puesto de relieve el World Inequality Report 2018, un informe elaborado por varios expertos
mundiales en economía y otras áreas del conocimiento. En 2017 hemos llegado a
las máximas cotas mundiales de desigualdad en toda la historia de la humanidad.
El uno por ciento de la población acapara más de la mitad de los recursos
disponibles, mientras que el diez por ciento llega al noventa por ciento de los
recursos y riquezas creadas. Es más, a medida que avanzan los años, el
incremento de riqueza se queda en menos manos. Dicho con otras palabras, la
tasa de desigualdad crece cada año, pues de lo que se produce cada vez más
riqueza va a menos personas.
Podríamos entrar en disquisiciones filosóficas sobre la desigualdad natural
o la necesidad social de la desigualdad, pero aquí no estamos hablando de un
rango pequeño de desigualdad que siempre será inevitable y hasta necesaria.
Pensemos que en los milenios previos a la creación de los grandes imperios de
la antigüedad, la desigualdad nunca superó el 1 a 3, es decir, que el que más
tenía triplicaba al que menos. Con la llegada de los imperios se dispara esta
proporción: 1 a 30. Pero hoy hemos llegado a la cifra de 1 a 400. De esto es de
lo que hablamos cuando hablamos de desigualdad. No tiene ningún sentido que un
ser humano posea él solo tanta riqueza como mil millones de sus congéneres. Ni
le beneficia a él ni beneficia a los demás. Se trata pura y simplemente de
codicia, nada más. Este es el problema central de la desigualdad, que es
producida por un mal, un pecado, que a su vez produce otros males. La
desigualdad es la estructura del modelo de producción y desarrollo del
capitalismo y eso es lo que lo hace un sistema económico y social perverso y
pervertido, pues no busca la satisfacción de necesidades sino la creación de
riqueza para unos cuantos a costa de lo que sea necesario, sin reparar en las consecuencias.
Un sistema así es malo por naturaleza y debe ser eliminado como modo social
cuanto antes.
Es evidente que los seres humanos no somos iguales, en la diferencia y la
diversidad está lo que nos asemeja a Dios. Las diferencias son las marcas distintivas
de lo divino entre nosotros, porque Dios se manifiesta de muchas y variadas
formas entre los hombres. Pero, esas diferencias naturales y sustanciales no
pueden ser la base para legitimar las diferencias sociales y económicas tan
abismales que vemos en el mundo. Como dijera Santo Tomás en su magna obra, los
bienes están para cubrir las necesidades de indigencia y las necesidades de
estatus, lo que pasa de ahí es injusto. Nadie puede acumular legítimamente
riquezas que no sirven para su sustento material y social, pues, como dijera
San Juan Crisóstomo, la riqueza es hija de la injusticia, es fruto del robo.
Las desigualdades son buenas y necesarias cuando suponen la base de la
diversidad personal, social y moral, pero cuando la desigualdad es el fruto de
la codicia, es un grave pecado que hace mal a quien acumula y a quienes sufren
carencias por causa de la desigualdad. Si no vemos que algo no está bien en el
mundo cuando tres personas poseen más que tres mil millones, es que el pecado
ya ha anidado en nosotros.
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