La humanidad necesitó más de cincuenta millones de muertos
en una guerra que devastó varios continentes y dejó enterradas en escombros las
consignas de la superioridad de un pueblo, de una raza o de una nación, al
precio de una tragedia que moldeó las conciencias. De aquella guerra, de su
victoria y sus muertes nació la Declaración Universal de los Derechos Humanos,
el Estado de Bienestar, y la conciencia mundial de que había que evitar una
nueva guerra mundial a toda costa. La única manera de hacerlo era promover el
desarrollo de los pueblos, las libertades civiles y la justicia social. Con
estos presupuestos se creó el espacio social de igualdad más amplio que jamás
haya existido en la historia: Europa, con su núcleo en el Mercado Común
Europeo, hoy Unión Europea. Este espacio tenía y tiene claroscuros, pero
internamente se constituyó como un muro contra la intolerancia y la
desigualdad. Gracias a él, Estados Unidos fue menos desigual y la Unión
Soviética menos autoritaria, pues tenían un polo tractor de justicia y
libertad.
Aquella Europa de Adenauer o Schuman sufrió el envite de una
ideología novedosa que había surgido en la misma Europa y que emigró a Estados
Unidos. Frente al Ordoliberalismo de Walter Eucken, inspirador de la
construcción europea junto a la Socialdemocracia, el Neoliberalismo de Hayek
proponía la libertad absoluta en economía sin restricciones sociales de ningún
tipo. Este pensamiento no arraigó en Europa, sino en Estados Unidos, de la mano
de Milton Friedman, donde comenzó a infiltrarse en los departamentos de
economía de las universidades y en los gabinetes de los gobiernos federal y
estatales. Su base de operaciones se instaló en la nefanda Escuela de Chicago.
Desde allí impartió doctrina al resto del mundo, con aplicaciones tan ruines
como el Chile de Pinochet, donde los chicago
boys administraron sin restricciones su política económica. El
Neoliberalismo, como teología política del capitalismo (Villacañas dixit), ha permeado los resortes
espirituales, morales y jurídicos de las sociedades occidentales, hasta el
punto de que hoy resulta ser la cultura dominante. Sus principales dogmas se
han impuesto, no solo en economía, también en política y cultura. El mundo
actual, a diferencia del que surgió de la Segunda Guerra Mundial, considera
mala la intervención pública en la economía, por eso se ha eliminado la empresa
pública; considera perniciosos, casi un latrocinio, los impuestos, por eso se
han bajado al capital y a las grandes rentas, atrapados en el espejismo de la
teoría del derrame, el falaz “trickle down effect”, según el cual el aumento de
la riqueza en las capas altas de la población, por “goteo” aumenta la riqueza
general. Amputados los dos brazos a los estados: empresas públicas e impuestos
al capital y rentas altas, solo pueden reducir los servicios que prestan o
apelar a la generosidad de las empresas y las élites para sostener un orden
social mínimo.
La Europa que conocemos se gestó mediante políticas públicas ambiciosas llevadas a cabo por estados fuertes. El Neoliberalismo pretendió destruir a esos mismos estados que habían construido sociedades justas y democráticas, de ahí que esa destrucción no pudiera salir gratis. La consecuencia directa del debilitamiento de los estados y las políticas públicas es el regreso del monstruo que vive agazapado tras el muro de contención de lo público. Es un monstruo poderoso que acecha desde el inconsciente europeo: el monstruo se llama fascismo y amenaza con volver de nuevo a enseñorearse de los campos europeos. Derruido el muro de contención que suponían los estados y sus políticas públicas, las desigualdades, el miedo y la injusticia abonan el terreno social para que los discursos xenófobos y autoritarios campen a sus anchas.
En los principales países de la Unión Europea se ha
establecido un cordón de seguridad ante los partidos fascistas. Macron o Merkel
lo han expresado con absoluta nitidez. Sin embargo, en España, el discurso
fascista no solo es permitido sino que es asumido por algunos partidos y por
muchos medios de comunicación, haciendo el juego y preparando el terreno al
monstruo. No debe extrañarnos, pues, que una parte no desdeñable del pueblo,
con especial mención a un estrato de jóvenes de clase media, coqueteen con el
fascismo, aún sin llamarlo así, aún sin saber las consecuencias que tiene, aún
sin ser plenamente conscientes de qué significa aquello que apoyan.
O, quizás, el monstruo, en España, siempre estuvo ahí,
oculto en el interior de cada uno de nosotros. Tantos años de instilar su
esencia en el alma de nuestra sociedad, acabó por hacer connatural a su ser el
instinto del fascismo. Ojalá esta vez la historia cambie su ciclo y una guerra
no sea el destino forzoso que nos aguarde.
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