La crisis energética y el fin
de la civilización del crecimiento son dos realidades concomitantes en el mundo que vertiginosamente hollamos. Estamos, pues, ante un
cambio epocal de los que hacen historia. El mundo de finales del siglo XXI no
tendrá nada que ver con el mundo de los cinco siglos previos, pero tampoco se
parecerá al de siglos pretéritos. Es falsa la extendida idea de que para acabar
con el mundo del productivismo consumista del capitalismo neoliberal hay que
volver a las cuevas a vivir sin ningún tipo de beneficio que el desarrollo
humano ha alcanzado en estos siglos pasados. No, el capitalismo no es el
inventor de los avances científicos y humanos que hemos conseguido, lo único
que hace es ponerlos al servicio de la acumulación en manos de muy pocos; hoy,
un 0,01 % de la población acumula el 60% de la riqueza. Si la riqueza acumulada
se repartiera con equidad, cada ser humano del Planeta podría vivir con tanta
holgura que sería posible reducir la producción y el consumo a la mitad. El
problema, por tanto, está en el modelo de producción y consumo, no en el Planeta
en sí. Podemos, perfectamente, renunciar al despilfarro productivista sin
perder ninguno de los avances científicos y sociales obtenidos.
Sin embargo, hemos de ser conscientes de la necesidad de
avanzar hacia un modelo decrecentista puro. Este modelo implica que los humanos
somos conscientes de los límites del Planeta y, a la vez, de los límites de lo
humano. Ser consciente de esto último nos lleva a buscar la satisfacción de las
necesidades reales en el mundo dado, no las creadas por el sistema consumista.
Ningún ser humano necesita consumir más de una cantidad adecuada de calorías,
lo que pasa de ahí es perjudicial para su salud y el Planeta. Nadie necesita
tres viviendas, ni veinte trajes, ni cuatro vehículos. Sí necesitamos una dieta
variada y rica, una vivienda digna una vestimenta suficiente o los medios de
transporte adecuados para poder desarrollar nuestra vida. Necesitamos educación
y cultura, así como salud y deporte. Necesitamos estar comunicados y los medios
que lo permitan, sean estos virtuales o físicos. Ahora bien, todas estas
necesidades deben ser cubiertas atendiendo a la equidad y a la justicia. Un
mínimo para todos debe estar asegurado, a partir de ahí, debe darse a cada uno
según su aporte a la sociedad. Siendo esto así, llegaríamos a la necesidad
imperiosa del control de población, aunque todos los estudios muestran que en
una sociedad de extrema pobreza, cuando se suben los niveles de vida, desciende
el número de hijos por pareja. El desarrollo social de una sociedad conlleva la
reducción de la población.
El decrecimiento está aquí para quedarse durante varias
décadas. La cuestión está en si lo conduciremos racional y socialmente, o sí
dejaremos que el modelo productivo consumista sea el que conduzca el
imprescindible decrecimiento. Si dejamos que sea el modelo actual quien lo
realice, lo que nos encontraremos es con la realidad de un aumento de la
pobreza, tanto extrema como relativa, y un aumento paralelo de la riqueza en
los grupos elitistas globales. Lo hemos visto con nitidez en las dos crisis
recientes. Entre 2007 y 2012, cuando la anterior crisis aumentó los niveles de
pobreza general de la población, los multimillonarios aumentaron en número y en
cantidad de riqueza. Hoy, en los escasos meses de la pandemia, hemos visto cómo
los pobres se empobrecen y los ricos vuelven a aumentar su riqueza. No es una
cuestión metereológica, es política. El sistema actual está construido para
producir esto mismo. Deberemos ser capaces de pilotar el decrecimiento y para
eso hará falta que el grueso de la población, esos dos tercios que verán mermar
sus posibilidades o caer en la pobreza, tomen conciencia de que solo una guía
política consciente y adecuada puede llevar a cada país por la senda del
decrecimiento de manera ordenada y justa.
Las medidas necesarias para que la sociedad en su conjunto
decrezca sin caer en la pobreza mientras algunos se enriquecen van a ser
draconianas, parecidas a las tomadas por Roosevelt en 1933 para sacar al
Estados Unidos de la peor crisis de su historia hasta el momento. Medidas como
un impuesto a la riqueza que llegue al 89% de la misma, o la nacionalización de
empresas estratégicas para ponerlas al servicio de la población, volverán a ser
imprescindibles. Se hará urgente decidir qué se produce y cómo, y sobre todo, qué
deja de producirse por ser innecesario o un desperdicio energético. Será
perentorio instaurar un sistema de asignación de recursos por personas y
familias que les asegure una vida digna sin tener en cuenta lo que aporten a la
sociedad. Y también un sistema que permita la retribución necesaria a quienes
aportan, de modo que existan dos formas de obtener recursos: la primera es la
asignación directa y la segunda es la obtención de derechos sobre los recursos
a través del trabajo. Todo esto puede hacerse mediante sistemas virtuales de
pago y cobro a través de terminales móviles vinculados a cuentas racionadas de
acceso a recursos. El dinero apenas debería contar como medio para pagos
internacionales.
El decrecimiento ha llegado para quedarse. Su persistencia
acabará con el capitalismo, pues solo puede subsistir con un crecimiento
indefinido de la producción y la acumulación. El capitalismo, cuando se hace
imposible, da paso al fascismo, como medio de continuar con el modelo hasta
poder restaurarlo. Solo si hay una gran conciencia social podremos evitar este
aciago designio. Si asumimos que el bien de la sociedad y del Planeta está en
decrecer voluntariamente de manera ordenada, es posible que haya una
oportunidad para la humanidad. Lo contrario es la guerra de todos contra todos
por obtener recursos menguantes en un futuro muy incierto.
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