Andamos dándole vueltas a las indentidades colectivas y sus correlatos individuales atomizados. Mientras unos se creen Michael Jackson, otros juegan a serlo y otros imitan el juego de identidades refractario del mercado publicitario. Ya no podremos saber si se es lo que se dice, lo que se supone o lo que se predica de las cosas, porque el troquel ha perdido todo quicio y los goznes no aúnan nada más que reproducciones colectivas de yoes, al modo benjaminiano de la obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Ahora nos reproducen en un bucle simbólico autorreferenciado que nos impide saber con cierta coherencia dónde están los espejos y dónde las paredes. Porque sería casi el principio del fin de la locura postmoderna el tener claro quién cuelga de qué.
Y pensándolo bien, parece que el supuesto jefe del juego ha acabado creyéndose el papel en el que se ha embarcado, de tal manera que ya sólo sabe escupir mentiras especulares de su propia imagen refractada una y otra vez en un océano de miradas anhelantes de identidad ajena. "Todos somos Obama", acabarán bramando las multitudes, en un intento por adquirir algo de realidad, aunque sea a costa de su propia verdad. Todos andan locos buscando con linternas en medio de la noche una luciérnaga que les alumbre, pero ese que proclama la paz a los cuatro vientos de guerra, ese también busca su propia identidad perdida: él es el primero que busca a Obama, el primer imitador de Obama, el primero que se cree Obama; el resto imitan su imitación en una mímesis especular suicida.
Había una vez un hombre que se creía Obama y consiguió que multitudes acabaran creyendo en Obama, pero nadie sabía la verdad, la única verdad que se oculta tras los molinos de la realidad: que la única diferencia entre Obama y yo es que yo no soy Obama.
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