Jesús nunca quiso fundar una estructura que generara marginación y legitimara el orden inmoral de este mundo que segrega, excluye y expulsa a la mayor parte de la humanidad en aras de la productividad economicista, del lucro a cualquier precio y de la riqueza como signo de bondad de lo real. Jamás, ni en sus palabras ni en sus obras, pudo justificarse la creación de una institución que diera cobijo a los que destruyen al hombre y a la realidad natural, pues esos mismos fueron los que, en contubernio con el poder militar, político y económico, llevaron a Jesús al patíbulo, donde fue torturado y ejecutado públicamente, para que quedara constancia de que los poderes de este mundo se unen para evitar cualquier cambio en el statu quo vigente. Los poderosos, los que se aprovechan de un orden social que genera riqueza para unos pocos y miseria, muerte y destrucción para las inmensas mayorías de hijos de Dios, siempre estarán contra todo lo que suponga justicia, amor, solidaridad y bondad. Jesús, por eso, se pone en el lugar epistemológico adecuado para entender el mundo y transformarlo: los empobrecidos, marginados, excluidos y oprimidos. Desde allí lanzará su propuesta de revolución social, moral, personal y global que es el Reino de Dios. Por eso dirá aquellas palabras con profunda carga política y eclesial: las prostitutas y los publicanos os guiarán al Reino de Dios, pues es imposible servir a dos amos.
Aquellas palabras son recogidas por los evangelistas en varios relatos que nos da fe de la idea que tenía Jesús de esta realidad. No cabe duda de que Jesús pretendía un cambio social que debía afectar a todos los miembros de la sociedad, pero no de igual manera. No se trata de integrar a los marginados en la sociedad excluyente, sino de mostrar que es el lugar de los márgenes donde se construye la verdadera humanidad. Los poderosos o los que se benefician del sistema, deben abandonarlo e integrarse en el orden de la liminalidad. Para ello, Jesús, contrapone al pensar y vivir de los que están dentro del orden aquel de los que están fuera: a los fariseos y a los propios discípulos les dice que las prostitutas y los publicanos, es decir, el modo de vida de los que están al margen de la sociedad vigente, les conduce al Reino. No se trata de un cambio meramente moral sino también social y político. No es prostituta o publicano lo que conduce al Reino, sino el lugar desde el que viven y entienden el mundo estos, que es el lugar adecuado para transformar la realidad.
Hay aquí una carga de profundidad contra la instalación social de todos los tiempos y en especial contra la organización tradicional de la Iglesia. Si queremos vivir como Jesús, si queremos implantar el Reino de Dios, no podemos vivir en el lugar de los poderosos, sino vivir en y desde el lugar de los excluidos. Se trata de tomar partido por las muchedumbres de excluidos, porque ese es el lugar que Dios mismo ha elegido para poner su morada entre nosotros. La Encarnación no tiene lugar en estado de pureza social, sino en una situación de impureza, marginación y exclusión: una joven que queda embarazada fuera de los patrones patriarcales y machistas de comprensión del mundo, fuera de su ámbito familiar tradicional y perseguida por el odio del modelo imperante. Dios se hace hombre como marginado, excluido, pobre y oprimido, pues ese es el lugar ontológico para comprender el mundo querido por Dios, es la propuesta hermenéutica de la Creación entera.
Si la Iglesia, las iglesias, quieren responder hoy a la realidad de injusticia lacerante desde la voluntad manifestada por Dios a lo largo de la historia, deberán ponerse en la línea de las prostitutas y los indignados para de verdad hacer la voluntad divina. La Iglesia debe ser la imagen de la Trinidad, la concreción en la Tierra de la hospitalidad divina manifestada en la Encarnación, donde todo un Dios se pone en manos de una joven mujer palestina para confiar en ella su presencia entre nosotros. Si la Iglesia no hace esto y se dedica a velar por unos supuestos intereses propios, dejará de ser la imagen de la Trinidad, la hospitalidad de la humanidad, traicionando aquellas hermosas palabras del Concilio Vaticano II: la Iglesia es sacramento universal de salvación. Si la Iglesia dejara de ser esto, dejaría de ser la Iglesia.
1 comentario:
En el DIOS del que hablas aquí, en ése y sólo en ese, creo profundamente.
Gracias por estas palabras.
Un fuerte abrazo
Publicar un comentario