martes, 8 de diciembre de 2015

Las tentaciones de la Iglesia: Stendhal y el papa Francisco.

Ecce Homo. Cúpula del Duomo, Florencia.
Hay un síndrome que es conocido por el nombre de un famoso literato. Él mismo nos cuenta que al salir de la Basílica de Santa Croce sintió que el corazón se le salía y que la vida estaba agotada en él, tras contemplar la enorme belleza de aquel lugar. Fue una experiencia amplia que incluía la belleza de la ciudad de Florencia al completo, pero el efecto de vértigo, temblor, confusión y palpitaciones ante la contemplación de las obras de arte lo sufrió en Santa Croce. Estos efectos, que seguro que todos hemos experimentado en alguna ocasión, al menos por separado, se conocen como síndrome de Stendhal y se aplican a esas experiencias que se pueden vivir con la contemplación de la belleza, un éxtasis emocional que lleva a elevar la propia vida más allá de las consideraciones normales en que nos tenemos que debatir en el día a día. Pero, este cuadro sintomático puede extenderse más allá de la experiencia artística y, mutatis mutandis, aplicarlo a otras experiencias humanas, como es el caso de la vivencia de la fe en la Iglesia.

No sé si es exagerado, pero la experiencia del Papa Francisco que algunos vivimos es muy similar a un síndrome de Stendhal en algunos de sus efectos. Desde que fue elegido nos ha dejado anonadados con sus gestos y con sus palabras. Ante él quedamos alucinados y semi confusos, pues no nos esperábamos que estas cosas tan cercanas al Evangelio fueran propuestas, ni más ni menos que por un papa. No me refiero simplemente a lo exterior, como no utilizar los símbolos del poder papal o presentarse como obispo de Roma tras su elección. Tampoco que abandonara la residencia pontificia. Esas cosas son importantes, pero las que verdaderamente son esenciales son las que han llevado a poner a la Iglesia en el camino de los valores evangélicos: pobreza, humildad, alegría y compromiso con la justicia. Muchos amigos de cierta edad no dejan de entonar el nunc dimitis, pues ya no creían que pudieran ver esto en la Iglesia. Un papa que no sólo proclama, sino que vive la pobreza y la extiende a toda la Iglesia. Que no quiere una Iglesia poderosa, un poder en medio de los poderes de este mundo. Que prefiere, en fin, un cristianismo de mediación y no de presencia, como así se instigó desde los años ochenta. Aquella Iglesia, 'obsesionada por la propia gloria, la propia dignidad, la propia influencia' (Discurso en Florencia, 10 de noviembre de 2015) dio como frutos los males que aquejan hoy a la Iglesia, males que tienen que ver con las dos tentaciones que el papa ha pedido evitar a la Iglesia Italiana porque ella los ejemplifica de forma perfecta en los últimos 30 años: la tentación pelagiana y la gnóstica.

Siguiendo aquel discurso bajo el Duomo de Florencia, podemos también hablar de una especie de Stendhal de la Iglesia de Italia y con ella, de toda la Iglesia universal. El discurso se realiza bajo la mira del Ecce Homo de la Basílica de Santa María de la Flor de Florencia. Francisco utiliza esa imagen del Juicio Final para referirla a los presentes y proponer un nuevo humanismo no abstracto, un humanismo basado en la imagen del Ecce Homo. Cristo no levanta la mano para juzgar, sino para mostrar los signos de la pasión que es su compromiso con los hombres, en especial con los pobres de este mundo. Francisco pretende reorientar el humanismo cristiano que se ha instalado en la Iglesia, en especial en la italiana. Se trata de un humanismo que representa lo opuesto a lo que defiende Francisco en Evangelii Gaudium (nn 93-97) y que recrimina el no haber aplicado el documento en los dos años que tiene de vigencia. El humanismo cristiano al uso sólo tiene de evangélico la defensa de la vida en sus orígenes y en su final. Tras esto, el resto no es más que mundanidad pura y dura, una mezcla de liberalismo económico y tacticismo político. En este humanismo se escudan muchos para defender posiciones que son claramente contrarias tanto al Evangelio como a la Doctrina Social de la Iglesia.

El humanismo cristiano que se ha venido aplicando no tiene los sentimientos de Cristo que dijera Pablo en Flp 2,5. Estos sentimientos de Cristo los aplica Francisco a la imagen del Ecce Homo. De ahí resulta una propuesta para la Iglesia italiana que une las bienaventuranzas y el Juicio Final de Mateo 25, 31ss. El verdadero humanismo debe anclarse en la kénosis de Cristo, kénosis que debe ser imitada por la Iglesia, alejándose de la pompa del mundo y buscando lo pequeño y escondido, no la grandeza y las riquezas. Se trata de ver el rostro de Cristo 'despojado', de Cristo humillado, de Cristo entre los pobres. Sin ese Cristo "no entenderemos nada del humanismo cristiano y nuestras palabras serán bonitas, cultas, refinadas, pero no serán palabras de fe", afirma Francisco, poniendo así el verdadero humanismo cristiano en su base evangélica. Esto mismo lo expresó en Evangelii Gaudium, pero no se ha puesto en práctica, de ahí que insista el papa en que es necesario estudiar el documento y aplicar lo que allí se propone. Y la propuesta es la misma que hace ahora en este discurso a la Iglesia italiana, aunque con otros términos.

En efecto, la propuesta es que la Iglesia debe tener los sentimientos de Cristo, que son tres básicamente: la humildad, el desinterés y la alegría. Como Cristo, la Iglesia debe vivir la humildad de estar entre los últimos, de considerarse la última y servidora de todos, buscando la gloria de Dios, no la propia, que resplandece en la gruta de Belén, afirma Francisco, marcando el camino del abajamiento de la Iglesia y la pérdida de los poderes amasados en estos años, decenios, siglos. La humildad de Cristo, que quiso ser el último entre los últimos. Pero también el desinterés. Como Cristo, no aferrarse a su condición, sino hacerse esclavo entre los esclavos de este mundo, lo que implica abandonar las posiciones narcisistas y autorreferenciales tan propias de la Iglesia en los últimos tiempos, buscando el bien de los demás, el bien de la sociedad, el bien de los pobres. Lo reafirma Francisco con una autocita: no debemos "encerrarnos en las estructuras que nos dan una falsa contención, en las normas que nos vuelven jueces implacables, en las costumbres donde nos sentimos tranquilos" (Evangelii gaudium, 49).

Ahora bien, lo más importante, más aún que la humildad y el desinterés es la alegría, la dicha, la bienaventuranza. Jesús no fue un profeta de calamidades, sino que trajo el Evangelio, la Buena Noticia a los pobres. Ellos son los que saben vivir la alegría del Evangelio, porque saben de solidaridad, de amor y de compromiso. Las bienaventuranzas marcan el camino a la Iglesia, pero ese camino parecerá una tontería porque no nos lleva al éxito, marcados como estamos por la sociedad exitista, como denunciaba Francisco en Evangelii Gaudium. Esta dicha de vivir la sencillez y la pobreza nos lleva a estar en el mundo sin ser del mundo, sin dejarnos manchar por esa mundanidad que lleva a la búsqueda del poder, del éxito, de la riqueza y de la gloria humana. Como resumen definitivo, Francisco asesta un golpe último al espíritu mundano que atenaza a la Iglesia: "Estos rasgos nos dicen que no debemos estar obsesionados por el 'poder', también cuando el mismo asume el rostro de un poder útil y funcional para la imagen social de la Iglesia. Si la Iglesia no asume los sentimientos de Jesús, se desorienta, pierde la dirección. Si los asume, en cambio, sabe estar a la altura de su misión". He aquí el núcleo de su invitación: la Iglesia tiene su ser en su misión. Si pierde la misión, pierde el ser y entonces ya no mostrará el rostro de Cristo al mundo. Las bienaventuranzas marcan el camino, pero el Juicio Final nos da el aliento: "tuve hambre y me disteis de comer... Fui extranjero y me acogisteis" son el criterio en aquél Juicio. "Si no me acogisteis, ni me disteis de comer, ni vinisteis a verme, ahora yo no os conozco", dirá el Juez aquél día.

Si esto no es suficiente, Francisco diagnostica dos males en la Iglesia, dos males como tentaciones siempre presentes en la realidad institucional. Con tono jocoso afirma que deben estar tranquilos, no son los quince males de la Curia. Son dos tentaciones en las que cae sistemáticamente toda organización humana, pero que concierne a la Iglesia de forma especial. Las dos tentaciones son la pelagiana y la gnóstica. La tentación pelagiana está referida a las posiciones pelagianas tradicionales basadas en la confianza ciega en las fuerzas del hombre para obtener la salvación por sí mismo, sin necesidad de Dios para ello. Se trata de una tentación que lleva a poner la confianza en las estructuras, la organización y la planificación perfecta de los asuntos eclesiales, sin dejar un hueco para corra el Espíritu. Todo está atado y bien atado; organizado desde arriba y aplicado con primor por cada uno de los escalafones de la jerarquía. Esta tentación lleva a la Iglesia a ser normativa, controladora y dura en sus expresiones. Pero esto no sirve de nada cuando se trata de vivir el Evangelio, por eso, afirma Francisco: "Ante los males y los problemas de la Iglesia es inútil buscar soluciones en conservadurismos y fundamentalismos, en la restauración de conductas y formas superadas que ni siquiera culturalmente tienen capacidad de ser significativas". La solución a los problemas no está en endurecer y mirar atrás, sino en buscar a Dios más allá de las estructuras, siempre necesarias, pero peligrosas. Es lo que Duquoc llamaba la 'precariedad institucional' de la Iglesia.

Sin embargo, la tentación más grave, la que más daño puede hacer a la Iglesia, y en la que ha caído sistemáticamente, es el gnosticismo. Según Francisco, una fe basada en el razonamiento lógico y la pérdida de la carne, la Encarnación, serían los dos elementos que identifican la tentación gnóstica. Esto hace a ambas tentaciones complementarias. Una, la pelagiana, lleva a la Iglesia a poner su confianza en las estructuras y planificaciones propias, la otra, la gnóstica, le lleva a desconectar de las raíces humanas que están también en las emociones y sentimientos, llevando la razón lógica al nivel de estructurar la experiencia de fe. Esto es tanto como perder la Encarnación. La ley de la Encarnación, que decía Chenu, es la que debe guiar el hacer eclesial, pues su misión es que el Evangelio tome carne en cada pueblo y en cada hombre y eso es incompatible con el elitismo gnóstico.

Francisco ha acertado plenamente al poner la tentación del gnosticismo como un grave problema de la Iglesia, pero no lo desarrolla en toda su extensión. El gnosticismo tiene como elementos centrales el elitismo y la negación de la Encarnación, como bien ve el papa, pero también una visión dualista de la realidad y del hombre. Existen, al decir de los gnósticos, dos tipos de hombre. De un lado están los hílicos y psíquicos, marcados por la materia, cuya alma está atascada en las realidades creadas. De otro, los pneumáticos, los que han sido generados por el conocimiento (gnosis) de la verdad. Este dualismo antropológico está en relación con el dualismo ontológico: existe una realidad visible y material y otra no visible y espiritual. Ésta puede interactuar con aquélla, pero son netamente distintas. El hombre debe librarse de la materialidad para volver a su origen en el mundo espiritual. Pues bien, este gnosticismo infectó al cristianismo desde muy antiguo, pero estuvo latente durante muchos siglos, hasta que a finales de la Edad Media cristalizó en una visión clerical de la Iglesia y del mundo. Este clericalismo bebe de muchas fuentes, no siendo la menor San Agustín, pero es el gnosticismo su origen último. Según esta visión eclesial, en la Iglesia no hay un sólo tipo de ser, hay dos: los que han recibido el ser eclesial por el bautismo y los que lo han recibido además por el Orden sacerdotal. Es un dualismo ontológico, pues el Orden sacerdotal imprime carácter y la diferencia con el sacerdocio común es "esencial y no sólo de grado" (Lumen Gentium 10).

El gnosticismo no es sólo una tentación eclesial, es la tentación, pues ha marcado el ser eclesial en el último milenio. Puede verse el dualismo ontológico en la Iglesia como la fuente de los males. Según esta forma de entender la Iglesia, hay en ella una élite de varones que producen la sacramentalidad gracias a una cualidad óntica diferente al resto de los bautizados, llegando al extremo de considerar que la salvación de Dios está vehiculada exclusivamente por su mediación. Esto hace olvidar que es la Iglesia entera la mediadora de esa salvación por la presencia del Espíritu Santo que es la causa eficiente de la sacramentalidad. La Gracia de Dios está presente en el servicio que Cristo ha mostrado como el ser eclesial. Dios se hizo hombre, no sacerdote. Este laicismo extremo de Jesús, vivido por San Francisco de Asís (Antonio López Baeza, Francisco de Asís. Una luz puesta en lo alto), es la clave para entender el ser eclesial: una mediación de la Gracia en el servicio, la humildad, el desinterés y la alegría. El clericalismo es el fruto amargo del gnosticismo dualista que ha impregnado a la Iglesia en el último milenio

El papa Francisco ha provocado un verdadero síndrome de Stendhal con sus palabras y sus hechos, pero lo ha provocado en dos niveles. Uno positivo, en aquellos que lo vemos como la respuesta a tantas inquietudes que hemos tenido en la Iglesia; otro negativo, en aquellos que vivían atrapados en una Iglesia mundana que vivía para la propia gloria, buscando la dignidad personal y las riquezas. Esta Iglesia mundana es el origen de tantos males que atenazan a la fe y que han venido a resultar en múltiples escándalos que han hecho un daño en ocasiones irreparable. Pero, con Francisco es posible vivir la alegría del Evangelio y llegar a transformar la Iglesia y convertirla en lo que el Concilio Vaticano II propuso, un sacramento en Cristo para salvación de la humanidad. Es necesario cortar el mal de cuajo y el mal está en el clericalismo que nace de la actitud gnóstica y que lleva a la tentación pelagiana.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Buenos días Bernardo.
Aunque este escrito es de hace más de un mes, acabo de leerlo.
Que duda cabe de que Francisco es un regalo de Dios....y una esperanza para los cristianos de a pie....de los que creemos en una Iglesia pobre al servicio de los pobres de los que queremos ser fieles a Jesús de Nazaret.
¡Que tristeza sentí el pasado martes por la tarde en Misa de 7,30 de la tarde en la Parroquia de Santa María de Cartagena cuando el Vicario, que era quien celebraba la Eucaristía invitó a todos los asistentes a rezar cada día a las 7 de la tarde antes de cada Misa un Rosario por "la unidad de España"!
Que tristeza cuando veo como la Iglesia gasta su energía en esas cosas en vez de esforzarse por reclamar y ayudar a las personas que se encuentran en el umbral de la pobreza.
Esperemos que algún día los Obispos pierdan el miedo y calen las palabras de Francisco.....y mientras tanto, los cristianos de a pie seguiremos empujando hacia arriba.
Un abrazo y muchas gracias.
Paco López.

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