Son demasiados los casos de corrupción que se destapan a diario en los
últimos años en España y no parece que la corrupción pueda atribuirse a simples
prácticas individuales, por mucho que la calidad humana de las personas influya
en los episodios de corrupción. Cuando una persona corrompe o se corrompe
pueden influir muchos elementos en su decisión, entre los que no son menos
importantes un cierto asentimiento social al hecho en sí, la educación recibida
o la falta de controles legales o administrativos. En todos estos casos estamos
hablando de una estructura que permite, avala, consiente o, hasta instiga, la
corrupción. Es evidente que si una persona es íntegra, nada de eso le llevará a
cometer la corrupción, pero cuando se ponen todos los medios para que la
corrupción sea producida hablamos de un mal sistémico y estructural. Esto es lo
que me propuse investigar en el libro que acabo de publicar en PPC: La corrupción no se perdona. El pecadoestructural en la Iglesia y en el mundo, Madrid 2017, 122 pp.
Para llevar a término el propósito del libro, divido la obra en cuatro capítulos.
En el primero pretendo ver qué piensa la Biblia sobre la corrupción,
diferenciando entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Me centro en los textos
legislativos del Éxodo y Levítico, que pretenden legislar para evitar la
injusticia, para pasar a profetas como Amós, Miqueas o Ezequiel que realizan
una crítica a los gobernantes que conculcan el derecho y la justicia como
elemento de corrupción, y terminar con la visión serena de Qohelet, quien asume
la injusticia del mundo en que vive y constata la corrupción existente.
En el Nuevo Testamento analizo tres casos únicamente. En primer lugar la
crítica de Jesús, en línea con los profetas, del culto y la injusticia,
especialmente en el Templo. Jesús identifica el Templo como el lugar de máxima
corrupción pues se utiliza la casa de Dios para el mercadeo y el lucro, por eso
su crítica va directamente contra los ricos y poderosos que no usan de
misericordia y justicia. La corrupción está en la perversión del sistema social
que no había sido querido así por Dios. En el Reino escatológico se
solucionará. Así lo entiende también la Carta de Santiago, que avisa a los
ricos de lo que se les viene encima por sus actos de corrupción. Sin embargo,
la Carta a los Romanos de Pablo es distinta. Pablo identifica el problema de la
corrupción como un problema universal. El Imperio romano es la corrupción
institucionalizada. Si el mal, la corrupción como pecado estructural y sistémico
ha llegado a todos, la salvación como estructura de gracia, también llega a
todos por el evangelio de Jesucristo. La corrupción es una lógica que se
impone, por tanto hace falta oponerle otra lógica: a la lógica del lucro, la
avaricia y el egoísmo, la lógica de la gracia, de la entrega y la misericordia.
En el segundo capítulo pasa a analizar brevemente la corrupción como
problema social en el mundo de hoy, como una realidad que tiene que ver con el
modelo neoliberal del capitalismo globalizado. Como en la antigüedad, el
problema de la injusticia va unido al problema del culto, de la idolatría. La
idolatría de los mercados y del dinero lleva a cometer las injusticias que
podemos entender como corrupción. No se trata de un problema individual sino
estructural y sistémico. El orden social global está corrompido desde el
momento en que construye una realidad que es capaz de ofuscar el bien común en
vistas del lucro privado, que es justo la definición de corrupción de Transparency international.
Un tercer capítulo aborda el problema de la corrupción en España como un
caso peculiar. En los últimos veinticinco años, España se ha convertido en el
mejor alumno del modelo neoliberal globalizado. Tras la corrupción
institucional que supone el franquismo, entramos en una etapa que nos lleva a
adoptar las políticas internacionales de organización social. Desde los
noventa, España se convierte en el lugar por excelencia de la especulación
inmobiliaria. La sensación de riqueza lleva a la idolatría del dinero y al surgimiento
de las injusticias lacerantes. En los últimos tiempos hemos visto cómo la
corrupción no solo ha estructurado la economía y la política del país, sino que
también ha sido la propuesta de solución a la crisis: salvar a los culpables y
castigar a las víctimas ha sido el modelo de salida de la crisis, un claro
ejemplo de lo que Miqueas criticaba en Israel hace veintiocho siglos.
El último capítulo está reservado a la corrupción en la Iglesia y a la
Iglesia contra la corrupción. Se analiza la causa de la corrupción en la
Iglesia como mundanidad espiritual que genera los peligros del gnosticismo y el
neopelagianismo que identificó Francisco en Evangelii
Gaudium. Estos peligros llevaron a la Iglesia al clericalismo, que es la
corrupción de la estructura eclesial. El clericalismo es la adopción del modelo
mundano, nacido de la realidad del Imperio romano, que se ofrece como la
mediación entre Dios y la humanidad, pervirtiendo así la propuesta de Jesús de
que es la comunidad y los ministerios, servicios, los que pueden vehicular esta
relación. Como dice el propio Papa Francisco, la corrupción no puede ser
perdonada, hace falta una conversión previa del corrupto, sea persona o
institución, para que se reconozca como pecador y pueda acceder al perdón. Lo
primero es la conversión, de ahí que su trabajo en la Iglesia sea la conversión
de la Iglesia para que abandone la corrupción.
Espero que el libro sea de utilidad para desvelar las causas últimas de un
mal que destruye nuestras sociedades y extiende el pecado en el mundo. La
corrupción no se perdona, pero el corrupto puede arrepentirse y ser perdonado, si confiesa el pecado, devuelve el dinero robado y restituye el mal causado, delata a sus cómplices y hace propósito de enmienda total. Claro, que es más fácil que entre un camello por el ojo de una aguja.
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