Spain is different
fue una frase acuñada durante la dictadura para que los turistas se
acostumbraran a que existía un país que era en esencia igual al resto de
Europa, pero con una leve diferencia, el jefe del Estado era un dictador. Esto
en sí mismo ya es un acto de corrupción, pues aceptar como normal una
dictadura, que es la corrupción de la política en estado puro, es transigir con
un mal en sí mismo. Como todos los regímenes dictatoriales, España vivió una
época en que el clientelismo, el amiguismo, el nepotismo, el abuso de discrecionalidad
estaban a la orden del día. Las leyes existían, pero su aplicación se
restringía a lo que la autoridad considerara. Fruto de aquello se produjo una
concentración de la riqueza en una clase social gozante, como diría Miguel Espinosa[1], que había
crecido al calor de la dictadura y amasado enormes fortunas. Toda la economía
patria se puso al servicio del enriquecimiento de esta clase social afecta al
régimen.
A partir de la Transición, España se abre al capital
internacional de forma plena, y entran en juego otros intereses. Durante
cuarenta años se había creado una economía de semi-autarquía que permitió tener
un sector industrial importante, pero la entrada en la escena económica
internacional hizo reconvertir la industria, especialmente tras la entrada en
la Comunidad Económica Europea en 1986. La reconversión fue brutal y España
pasó a integrarse en la división internacional del trabajo; turismo y servicios
serían de ahora en adelante los pilares de la economía española. Aquella clase gozante se adaptó a esta nueva
circunstancia y empezó a gestionar la política de modo que sus intereses se
vieran favorecidos. Aprovechando la gran crisis de principios de los noventa,
se empezó a desmantelar el potente sector público: comenzaron las nacionalizaciones
de la banca, los sectores energéticos y comunicaciones así como todo lo que
pudiera ser rentable. Estas nacionalizaciones se concluyeron a finales de los
noventa y, de forma sistemática, las empresas otrora públicas pasaron a manos
de los amigos de los gestores políticos, en un acto claro de corrupción
institucionalizada.
Sin embargo, esto no acaba aquí. Uniendo el amiguismo y el
clientelismo tradicionales desde la dictadura al soborno, el fraude, la
malversación y la extorsión, en 1997 se inicia la última fase de corrupción en
España. Se trata de la corrupción propiciada por dos modificaciones legales que
permitieron generar una enorme burbuja inmobiliaria y financiera. La primera
fue la nueva ley del suelo del gobierno de Aznar de 14 de abril de 1997, que
liberaliza los usos del suelo en España eliminando la distinción entre suelo
programado y no programado[2], con lo
que, en la práctica, todo el suelo en España es edificable. La otra fue menos
evidente, pero se produjo al flexibilizar la concesión de préstamos,
especialmente cuando España entró en el euro y afluyeron los capitales
excedentes de la economía centroeuropea. Entonces, la concesión de hipotecas
llegó a límites irrisorios, concediendo hipotecas por el 120% de tasaciones que
ya estaban infladas para personas que no tenían intención de pagarlas, sólo
para especular. Fue una verdadera fiesta especuladora y la especulación, por su
propia definición es una forma de corrupción.
Estas tres circunstancias: modificación de la ley de suelo
para convertir todo el suelo en edificable, la flexibilización de la concesión
de préstamos e hipotecas y la entrada de capitales con el euro, llevaron a
España a la mayor orgía especulativa de su historia. Como consecuencia tenemos
las corrupciones y corruptelas que los medios de comunicación se han encargado
de airear y que ahora están bajo sumario judicial: desde el caso Gürtel, la
Púnica, los Pujol y cientos de casos menos conocidos que abarcan a casi todo el
arco parlamentario y a un buen porcentaje de ayuntamientos en este país[3], pues el
suelo fue decretado por el poder político como el modo de financiación
municipal normalizado. Con estos mimbres no se podía construir otra cosa.
Pero, lo que más daño ha hecho en España no son los casos de
corrupción, sino el hecho de que la ciudadanía consintiera por activa o por
pasiva estas prácticas y actitudes. A muchos se les oye aquello de “yo también
lo habría hecho”, o “si tú hubieras tenido la oportunidad, seguro que también
habrías pillado tajada”. Es decir, se
ha socializado la corrupción como una realidad más que puede ser tolerada. En
el fondo, se ha considerado que la corrupción no es un mal, y este es el peor
de los males: la incapacidad para distinguir bien de mal. La corrupción moral
de la población se ve en lugares donde políticos encausados por casos de
corrupción volvían a ser elegidos por mayoría absoluta de la población, cosa
que sólo puede explicarse mediante el clientelismo a la depravación moral más
absoluta. Sólo cuando la crisis ha hecho mella en la población, y ante la
evidencia de los hechos, la indignación ha saltado a la calle.
Ahora bien, la corrupción va más allá de los casos de
soborno o extorsión, incluso de la extensión social de la misma; afecta a las
mismas instituciones del Estado, pues los corruptos tienen a su alcance
infinidad de recursos legales para que la ley no les alcance. Como dijo un alto
representante del poder judicial, en España “la ley está hecha para los
robagallinas”, no para los corruptos. Vemos cómo se dilatan los juicios, renuncian
jueces unos tras otros o son apartados de los casos por presiones políticas y,
al final, los casos quedan en una prescripción o en penas tan leves que en muy
poco tiempo están en la calle, con su dinero a buen recaudo, pues no lo
devuelven. El hecho de que ningún partido político cambie la ley para evitar
esto, es ya un caso flagrante de corrupción, pues se alienta a que se cometa el
delito si las penas no son proporcionales al mismo.
La percepción de la corrupción por parte de la ciudadanía es
cada vez más alta, llegando a ser el tercer problema según las encuestas del
Centro de Investigaciones Sociológicas. Según Gonzalo González Sanz, las causas
de esta percepción hay que buscarlas en tres hechos: de un lado la levedad de
las penas, de otro la negligencia de la administración de justicia y de otro la
crisis de valores[4].
Los dos primeros hechos corresponden a lo que los profetas denominan injusticia. El último, la crisis de
valores, corresponde a la idolatría. En el mundo actual se le llama crisis de
valores, pero lo que en realidad existe es una nueva valoración de las cosas:
vivimos nuevos valores, no han entrado en crisis los supuestamente
tradicionales, han sido sustituidos por los valores del orden económico y moral
neoliberal, de los que España es campeón mundial. Estos valores son los que
identificamos como idolotría: idolatría del dinero, del éxito, del confort, de
la riqueza, de la abundancia. Adoramos al nuevo becerro de oro instalado en la
sociedad del productivismo, progresismo y desarrollismo material a toda costa,
cueste lo cueste al Planeta y a los demás.
En España se han aplicado las políticas neoliberales de
forma sistemática y los españoles las hemos aprobado con nuestros votos y con
nuestros actos. Se ha puesto al ser humano al servicio del lucro, se ha situado
el crecimiento económico y la riqueza como el objetivo colectivo a conseguir,
se ha privatizado el bien común como medio de obtener más riqueza y todo se ha
hecho por el bien común. Se trata de una aparente contradicción, sólo aparente,
pues en un juego lingüístico perverso, al mal se le ha llamado bien y al bien
mal. He aquí la máxima corrupción posible que una vez instalada ha corroído el
alma e impide ver la verdad que sí nos salvaría. De nuevo, los hombres ocultan
la verdad con la injusticia.
Tras diez años de excesos inmobiliarios y financieros,
después del atragantamiento de la especulación y las burbujas económicas, vino
la caída y entonces se hizo más evidente aún la corrupción moral. En lugar de
reconocer el mal y su origen, se culpó a la sociedad en general y se utilizaron
los bienes públicos para salvar a los corruptos por esencia del modelo: las
entidades financieras y las grandes empresas por su intermediación. Hasta el 40%
del PIB español se utilizó para rescatar bancos y evitar que asumieran su
responsabilidad, única manera de que comprendieran su pecado e hicieran
penitencia. En lugar de eso, se nacionalizaron las deudas y se privatizaron los
beneficios del Estado. Así, el bien común se puso a disposición del lucro
privado: sanidad, educación, prestaciones sociales y pensiones. Todo se usó y
se usa para evitar que los responsables principales de los males de España
paguen y reconozcan su pecado, única vía de salvación posible. Eso no es sino
un acto más de corrupción del poder político extorsionado por el poder
financiero.
España
ha tenido una historia reciente de corrupción estructural y sistémica que ha
sido fruto de la idolatría más crasa y de la injusticia más lacerante, de ahí
que la solución sólo pueda pasar por un cambio de lógica social y la
instauración de valores sociales fuertes entorno al bien común y a la prioridad
del ser humano sobre la economía y el desarrollo material.
[1]
Miguel Espinosa, La fea burguesía, Alfaguara,
Madrid 1990.
[2] Cf.
https://www.boe.es/boe/dias/1997/04/15/.
[3]
Puede verse un listado en https://es.wikipedia.org/wiki/Anexo:Casos_judiciales_relacionados_con_corrupci%C3%B3n_pol%C3%ADtica_en_Espa%C3%B1a.
[4]
Gonzalo González Sanz, “Cifras y datos sobre la corrupción en España”, en Crítica 989 Enero-Febrero (2013) 15.
1 comentario:
MAGNIFICA SINTENTICA Y CERTERA DESCRIPCION. MEJOR IMPOSIBLE.
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